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El niño del río


El Niño del Río

(El secreto del guardián del castillo)



            De no hace mucho, de cuando yo era un crío, casi como tú, con mi sonrisa de niño, que fue cuando mi abuelo me contó esta historia al calor de un brasero lleno de cisco, mientras mi abuela majaba unos ajos para hacer gazpacho en un dornillo. Con su voz gitana, que lo recuerdo muy bien, me llamó y me dijo:

            ‑ Niño, ¿tú sabes por qué dentro de la cueva no hace tanto frío?

            ‑ Claro que lo sé, abuelo, por el carbón encendido, que nos mantiene calentito.

            ‑ Qué va chiquillo. Mira, toca este muro alberizo, que la caló sale de él y en verano nos mantiene fresquito.

            ‑ ¿Pero eso cómo va a ser, sin sudar en verano y en invierno calentito? Ay, abuelo que usted vive en el mundo al revés, que mi padre dice que aquí se nace pa sudar de sol a sol y que en invierno no hay ná que nos quite este frío.

            ‑ Eso es porque tu padre construyó su casa al otro lado del río y no quiso construirla en una cueva en la ladera del castillo. Anda, ven para acá y no se lo cuentes a nadie, que debajo de la montaña del castillo de Alcalá hay un dragón dormido… y que antes de ser dragón fue un niño.

            Los ojos se me abrieron como platos, como los tuyos, y más aún mis oídos, por no contarte como se me quedó la boca de abierta escuchando la historia que me contó mi abuelo, el pobre ya tan viejecito.

            ‑ Dicen, que antes de que las lenguas moras por aquí quedasen en el olvido, de cuando el musulmán mandaba en estas tierras que también habitaban los cristianos y los judíos…

            Escucha, que esto es de  hace muchos siglos.
            ‑ Que sí, abuelo, que te veo y que te escucho ¡Digo!

            ‑ Pues como te andaba contando, que en aquellos tiempos había una familia muy humilde, con una vida tan pobre como casi los mendigos, que todos los días para trabajar hacían el mismo camino, tanto el hombre como la mujer, aunque ella esperase pronto un hijo, marchaban hasta la vega para recoger el trigo, siguiendo el sendero que había junto al Al Wadi Aira, que es como por entonces ellos llamaban a nuestro río.

            Un día, llegando al atardecer, la mujer sola se tuvo que volver siguiendo…

            ‑ Abuelo, ¿y dónde se metió el marido?

            ‑ Amo a ver, niño, y yo que sé, pongamos que se quedó trabajando, o que se cayó volviendo de la vega y que tenía un pie torcido. Lo que yo sé es que la mujer se tuvo que volver ella sola desandando el mismo camino, como hacía todos los días bordeando el río, cuando una fuerte punzada le dio en el vientre, junto al ombligo, a la vez que, sin saber de dónde, estalló una tormenta, que más que truenos del cielo, parecía que esta montaña soltaba un rugido, y la mujer, encogida por el dolor y sujetándose la barriga corrió como pudo y así se llegó a resguardar entre las paredes de un molino, donde al poco calor que dan las ruedas de piedra y entre unos sacos vacíos vio nacer a su niño, que con los ojos abiertos, de un color muy verde, al mundo vino, y con la piel muy blanca, casi transparente, tan blanca como la harina que se molía en ese molino.

            Algunos cuentan que nació allí porque lo decidió el destino, que no era de mucho más que regalarle el color del corazón del trigo. Otros cuentan que algo o alguien lo protegió de aquella tormenta provocada por la magia oscura que los brujos practicaban bajo el castillo, que pretendían convocar el poder de un dragón para que el amo y señor de estas tierras pudiese ampliar y defender su señorío.

            ‑ Anda ya, abuelo, ¿un dragón? Si eso jamás se ha visto y nadie se lo ha creído.

            ‑ Eso mismo le dije yo a mi abuelo cuando me lo contó siendo yo un crío. Y haz el favor de no interrumpirme más, que pierdo el hilo. ¿Por dónde iba? Ah, ya, por El Niño del Río.

            Pues este niño creció medio salvaje, pues por su color de piel la gente del pueblo decía que estaba maldito, sin dejarle jugar con los otros niños y evitando cruzarse con él por los caminos, hasta algunos pensaban que era un espíritu o un fantasma que deambulaba perdido, pues era tan silencioso al andar que nunca se le escuchaba llegar y, al igual que llegaba, desaparecía, como un suspiro. Dicen que tras esa tormenta que de su padre no se volvió a saber, que en agua se convirtió para proteger a su hijo, y de su madre cuentan que al final también desapareció, a los pocos años, no más de cuatro o cinco, que se marchó para ser mar, donde se juntan éste y todos los ríos… ¿Por dónde iba? Ea, que ya me he perdido.

            ‑ Que el niño creció y creció, abuelo. Pero no entiendo cómo pudo ser, si de niño estaba tan solito.

            ‑ Pues él solo tuvo que aprender a pescar y cazar, al igual que de los árboles comía los frutos, incluso robaría algo de pan de alguna casa o harina de algún molino. Aprendió como tuvo que aprender, con la mirada, muy pendiente, y estando escondido. Y así dejo de ser un niño, y el fantasma del pueblo creció hasta ser un chiquillo, blanco como la harina para hacer el pan, cazando conejos, pescando, o dejando ver su silueta al atardecer entre los riscos que escalaba por la ladera hasta llegar a los muros del castillo.

            ‑ ¿El mismo castillo de los brujos? cuéntame las cosas de magia que hacían, que eso es más chulo.

            ‑ No, hijo mío, en esta historia hay algo más chulo. Y sí, el mismo castillo, donde vivía el amo de todos, con su mujer y su hija, la princesa Zareen, que nació en el mismo día que El Niño del Río, y que ninguno de los dos sabían que, ese día, el destino los había unido.

            ‑ ¿Una princesa, abuelo? ¿Pero ahora qué me estás contando? ¿No serán cosas de amoríos?

            ‑ Qué va… bueno, un poco sí y un poco también de no ¿Pero me vas a dejar termina la historia que me contó mi abuelo o también se va a enfadar el señorito?

            La princesa, que no nació en un molino, que ni la piel la tenía como el interior del trigo, sino que en un palacio al mundo vino, y a la cual toda la gente del pueblo, por tan bella que ella era, le tenían mucho cariño. Fíjate, él hijo de pobres y ella hija de ricos.

            Pero más que cariño por esa niña aquello era pura veneración, hasta los más osados intentaban tocar los pliegues de su vestido, sin importarles los porrazos que les daban los soldados para abrir paso a su amo entre el gentío. Tenía la princesa la piel del color de su pueblo, morena, como bañada con el oro de los olivos, que de ahí su nombre, de oro, y a aceite de oliva virgen tendría que saber su voz y sus suspiros, aquellos que su corazón le arrancaba desde lo alto de la torre del homenaje, o cuando miraba ponerse el sol soñando con un amor desconocido, sin saber que ese amor le rondaba más abajo y que al calor de una cueva estaba dormido.

            ‑ ¿Lo ves, abuelo? ¡Ya estás hablando de amor y eso que no soy adivino!

            ‑ ¡Bueno, bueno! Tranquilo, que seguiré hablándote de nuestro amigo, el cual nunca fue un fantasma para los habitantes de las riberas y menos para los dueños de los molinos, pues tras las lluvias y las crecidas les sacaba las ramas de los accesos del agua y el azud lo dejaba bien limpio, que ni hacía falta pedírselo, que para esas gentes, más que una maldición, él era un regalo, un regalo bendito. Y ellos, sus vecinos, a modo de agradecimiento le dejaban algo de comida o alguna prenda de abrigo, o unas calzas o una camisa blanca, por seguir con la leyenda del fantasma, que para los timoratos no era El Niño del Río.

            Una mañana, uno de sus vecinos, lo llamó para pedirle un favor, a viva voz, dejando su mensaje en el aire para que le llegase hasta su escondrijo. Le pedía si podía ayudar a su madre, que no podía sacar agua del pozo, parecía que estaba seco, que por la polea el cubo subía vacío. Así que al atardecer, sin que nadie lo viese, como un fantasma, allí se plantó el chiquillo, con un par de velones en mano y dispuesto a hacer ese favorcillo, bajando por el brocal, hasta donde no llega la luz y el silencio se queda dormido. Y allí sólo encontró un pequeño charco y, en la pared, un túnel de donde el agua salía en un hilillo. Valientemente se adentró a gatas, llevando un velón encendido, buscando el origen de ese minúsculo e ínfimo río. Gateó y gateó entre la piedra de albero que amortiguaba el ruido, que por no oírse ni se oía el respirar de El Niño del Río, hasta que llegó a una estancia cuadrada del que salían otros tres caminos, uno a la izquierda, otro de frente y el último tiraba hacia arriba, más largo y alto que el tronco de un pino. Parecía que era de allí de donde antes salía el agua de la que sólo quedaba un charquito, porque a veces veía cómo temblaba con las gotas que desde arriba caían, igualitas que las que caen de las hojas por la mañana con el rocío.

            "Puede que el agua viniera de allí arriba", y sin pensarlo empezó a subir, tan rápido como lo dijo, buscando los peldaños en las paredes de roca de color oro, del mismo albero con el que se construyó el castillo; y tras ascender y ascender por ese tunelillo se encontró en otra estancia donde podía ponerse en pie, pero tan cansado se hallaba que al suelo cayó rendido, intentando recuperar el respirar, que de tanto esfuerzo y por el lugar tan cerrado en el que estaba, se encontraba algo mareadillo. Sin querer contra la pared se apoyó y accionó un resorte que estaba escondido, el cual abrió una puerta secreta que él no había visto. Del lugar secreto no se veía ninguna luz, aunque llegaba un aire fresco y limpio, un aire que rápidamente lo espabiló y hacia allí se fue acercando con cuidado, sin hacer ningún ruido…

            ¿Y qué fue lo que descubrió?...

            ‑ Eso, abuelo, cuéntalo de una vez y no me tengas más en vilo.

            ‑ Que ya voy, tranquilo, pero antes tráeme un vaso de agua para que le dé al menos un sorbito, que tengo la boca seca, y la lengua como el esparto de las angarillas del borrico.

            Tras la puerta secreta descubrió, excavado en la roca, un pasadizo, pero a su tacto se veía que estaba pulido, dejando en las yemas de los dedos impregnados del polvo de la piedra, de ese color amarillo alberizo. Levantó el velón más arriba de su cabeza y se adentró en el túnel con paso firme y con sigilo, a ver si escuchaba alguna voz de camino. Al final, llegó al final, donde una escalera de madera indicaba que se terminaba el pasadizo, y en lo alto de la misma, una trampilla de madera, cerrada con un pestillo, el cual abrió lentamente para evitar algún chirrido; y así abrió la puerta, y saliendo del suelo dio un brinco escondiéndose detrás de un gran fardo y comprobando si alguien lo había visto. Quién le iba a decir que buscando agua llegaría a un almacén del castillo, donde se guardaban sacos de harina, odres de aceite y unos cuantos más llenos de vino.

            Hasta ahí llegó su aventura por esa noche, pues decidió dar marcha atrás por el pasadizo, bajar por ese túnel, ese que era tan largo como el tronco de un pino, e intentar buscar el agua que no había en el pozo a ver si aparecía en uno de los otros dos caminos. El primero que eligió lo llevó hasta las inmediaciones del río, y cuando fue a mirar si el agua estaba por el otro camino salió a la ladera de la montaña tras unos arbustos entre los riscos.

            "¡EL FANTASMA, EL FANTASMA BLANCO!". Gritó un soldado que hacía guardia desde lo alto de los muros del castillo. "¡YO TAMBIÉN LO HE VISTO!" Gritó otro soldado "¡ES EL ESPÍRITU DEL NIÑO DEL RÍO!". Pero cuando volvieron a mirar él ya se había escondido, volviendo a entrar en el túnel y deshaciendo el camino.

            ‑ ¿Y el agua, abuelo, dónde estaba el agua que del pozo había desaparecido?

            ‑ A eso voy, a eso voy, chiquillo. Mira, cuando regresó a la estancia cuadrada el muchacho se quedó pensativo, y pensando y pensando se dijo "Si de aquí no sale el agua, ni de allí, ni allí o de allí -señalando los tres caminos-, quiere decir que por donde yo llegué el agua también habrá venido". Así que regresó al pozo por donde se había metido. Miró por un lado, miro por todos los sitios, hasta miró en el fondo a ver qué había ocurrido. Y fue allí que por fin dio con la tecla, o mejor dicho, con la piedra que de la pared del pozo se había caído, la cual cayó de tal manera que la entrada del agua al pozo había obstruido. Y vaya el chorro de agua que salió cuando la quitó, que El Niño del Río de agua estaba empapadito; y así, chorreando, salió del pozo, no sin antes dejar la piedra bien puesta en su sitio. Se fue a buscar ropa seca a su cueva secreta y a descansar un poquito, que ya quedaba poco para despuntar el alba y al niño le gustaba pasear temprano por el río.

            A la mañana siguiente, cuando el sol casi no había salido, más o menos cuando montan los puesto del mercado, cuando se despiertan los mayores y siguen durmiendo los niños, a la misma hora que se abrían las puertas del castillo, a esa hora la noticia, como la pólvora, ya había corrido, y toda la gente del pueblo hablaba del fantasma que los soldados habían visto; hasta muchos de ellos aseguraban haber sido testigos de lo acontecido, exagerando cada vez más la historia, contando que el fantasma era el espíritu de un morisco, que por amor murió, por un amor no correspondido.

            Y así el rumor creció y creció, como cuando con los días de lluvia crece el río, dejando a nuestro protagonista casi en el olvido, que hace ya tiempo dejó de ser un niño, convirtiéndose en un joven alto y fornido, que en parte tuvo la culpa del fantasma del morisco, porque al atardecer volvía a andar por los riscos alberizos hasta llegar al arbusto que tapaba el pasadizo por el que se adentraba cada noche para aventurarse por el interior del castillo, recorriendo sus dependencias con sigilo, intentando no ser visto, aunque si alguien lo viese, de reojo o en un descuido, gritarían como los soldados "¡EL FANTASMA, EL FANTASMA ESTÁ EN EL CASTILLO!", voces que a todos alarmarían, al menos al principio, porque pasado unos días quien lo viese ya ni darían un grito, no sé si por confundirlo con una sombra o porque, al final, las historias de fantasmas son para asustar a los críos, como en las noches de tormenta cuando al calor de la hoguera todos están reunidos.

            Así que, el ahora ya muchacho, El Niño del Río, cada noche deambulaba a sus anchas tras los muros del castillo, paseando por los jardines y por las dependencias de la servidumbre, sótano, despensas y almacenes, siempre accediendo desde el pasadizo; hasta algunas veces cenaba algo de la cocina, y más si el pobre, de hambre, estaba desfallecido.

            ‑ ¿Y a qué no sabes lo que pasó? Que me bostezas, niño, y ya no sé si es de sueño o porque estás aburrido.

            ‑ Qué va abuelo, solo un poco de sueño por madrugar para ir al colegio, pero que ni me aburro y que ni me quedo dormido, así que no me pares de contar y cuéntame qué es lo que pasó en la cocina del castillo.

            ‑ Pues ¿Qué va a sé? Que por fin la princesa Zareen descubrió a El Niño del Río, y mirándole a sus hermosos ojos, esos verdes y profundos, le preguntó tras un suspiro:

            "¿Quién eres? Dime tú que me eres totalmente desconocido, que no trabajas en la cocina y tampoco estás a mi servicio ¿Eres de carne y hueso, o eres ese fantasma que tanto busco y me es tan esquivo? Tu piel es tan blanca como un espíritu, tanto que pareces traslúcido, pero el color de tus ojos me dice lo contrario, que estás bien vivo.

            ¿Tienes nombre? ¿Puedo tocar tu mano? ¿No hablas, o te ha comido la lengua algún bicho? Yo me llamo Zareen, y soy la princesa del castillo"

            El muchacho tras verla se quedó sobrecogido. Era la primera vez que lo habían pillado. La princesa fue la primera persona que por fin le había visto; y no por eso fue que se quedó sin habla, sino que ella era la muchacha más hermosa que había visto.

            "Me llamo Pablo, o así me llamaba mi madre cuando era muy pequeñito. Pero cuando ella se marchó, y tuve que crecer, todos me llamaban El Niño del Río, pues en sus riberas me crié ayudando a sus habitantes, con sus huertos y molinos, pues ellos son mi familia más que mis vecinos. Y ahora si no os importa, y antes de que llaméis a los soldados, me iré por donde he venido"

            "Por favor, espera -le dijo la princesa-, no te vayas, podríamos ser amigos"

            "¿Eso cómo va a ser, si sois princesa y yo casi un mendigo?"

            "Eso me da igual, que yo creo que nos ha juntado el destino. No te preocupes por los soldados, que a mí me tienen cautiva en el castillo, solamente he salido de aquí cuando era muy niña y nunca más me han dejado salir de los muros de mi presidio. Desde muy niña mi padre en matrimonio me ofreció y desde que tengo uso de razón, cada noche, ese trato yo maldigo, por no dejarme conocer al amor y hacer con mi vida un negocio que no tiene sentido"

            "Entonces aquí me quedaré hasta que te diga que cierres los ojos y no sepas cómo he desaparecido, que será antes de la alborada, mientras todos aun están dormidos".

       
            Tras esa noche otra más vino, y muchas otras más, ¡qué digo!, si ya no había noche en la que Zareen no se viese con El Niño del Río.

            ‑ ¿Abuelo, pero no se llamaba Pablo? Que así le llamaba su madre antes de haber desaparecido.

            ‑ Ya lo sé, pero también todos le llamaban de la otra forma, que es más poético.

            ‑ ¿Que es más qué?

            ‑ Leñe niño, que es más bonito. ¿Pero me vas a dejar que termine de contar la historia sin más interrupciones, que…?

            ‑ Que sí, abuelo, que pierdes el hilo.

            ‑ Menos cachondeito, niño, y quédate con la copla de lo que te cuento y te digo, quién sabe si en el futuro se lo podrás contar a tu hijo o a algún nietecillo.

            …Y todos los atardeceres El Niño, Pablo, abandonaba la ribera del río para adentrarse en los pasadizos, a los que unas veces accedía desde los pies de la montaña, más cerca del agua, y otras, las que más, de entre los riscos, desde donde, para burlarse de los soldados de guardia, hacía algunos ruidos. "Así pasarán la noche vigilando el exterior -se dijo-. Y yo me moveré más tranquilo por el castillo. Pero como pille a alguno dormido… ¡Ay, pobre de él, pobrecillo!"

            Sin darse cuenta ninguno de los dos, quizás por andar las noches tan juntitos, contándole todas las cosas que pasaban fuera de esos muros alberizos, que pasó lo que tuvo que pasar, que entre ellos nació el amor, cosas del destino. Primero fue una caricia inocente, con una sonrisa, cosa de críos. Después se hablaban con ojos de enamorados y de las manos cogidos.

            ‑ ¿Lo ves abuelo? ¡Ya me estás hablando de amoríos!

            ‑ ¿Y qué quieres que te cuente, si es que pa eso habían nacido? Vinieron al mundo para ser como el día y la noche, como el sol y la luna, como los besos y como los abrazos, para estar siempre juntos durante siglos y siglos. ¡Y no me interrumpas más, que te vas a ganar un chorlito!

            Que como te estaba contando, que las noches las pasaban juntos hasta el amanecer, justo antes de que el sol mostrase su primer brillo, prometiéndose volverse a ver cuando todos durmiesen en el castillo. Y así pasaron los días, las semanas y los meses, dejando atrás el invierno, la primavera… incluso superaron el veranillo del membrillo, cuando ya entrado el otoño, cuando los árboles mudan sus hojas y regresa el frío, pero no un frío normal, sino uno que dejó helado el corazón de la princesa, helado y sombrío, Suleimán, el príncipe ese tan lejano al que su padre la había prometido, vino a saber quién iba a ser su mujer, pues aún no se habían conocido, y así ir preparando los esponsales, la dote y el traslado de la princesa lejos de su familia, de su amor y del río.

            "Padre, ¡que yo no me quiero casar, que antes salto desde los muros del castillo! Que yo ya encontré el amor en los ojos verdes de El Niño del Río. Y si con alguien me he de casar, él y nadie más será mi marido". El padre colérico le respondió "Tú te casarás con un príncipe, que para eso te crié, y me obedecerás en todo lo que te digo. Y ahora mismo que den búsqueda a ese osado, y si pueden que me lo traigan vivo, que, hasta que yo mismo le dé muerte, en las mazmorras lo tendré cautivo. Y si no me obedeces, él sufrirá tu castigo"

            A la mañana siguiente dos patrullas salieron del castillo, con la orden de captura, buscando por todo el pueblo de Alcalá, por las huertas y por dentro de los molinos, incluso se amplió la búsqueda más allá de los alcores, bajando a la vega, entre los campos de trigo, pero ni así descubrieron dónde estaba escondido. Nadie lo encontraba, incluso pensaron que había huido, pero la princesa sabía que era mentira, que no la había dejado sola ante su desafío, cosa que tenía a su padre enojadísimo. Hasta el príncipe Suleimán se ofreció a dar caza a su contrincante diciendo "Yo mismo le daré muerte con este cuchillo" y guardando su daga supo que desde ese momento él por siempre sería su enemigo.

            Durante varios días buscaron a El Niño del Río, el cual seguía moviéndose a su capricho, como ese fantasma que todos creían que era, sin hacer ni un ruido, paseándose entre árboles y arbustos con total sigilo. Por las noches volvía una y otra vez a recorrer los pasadizos para entrar en el castillo, para intentar rescatar a la princesa y llevársela consigo, cosa que le fue imposible, pues habían puesto soldados en cada puerta y nuevos cerrojos en los postigos.

            ‑ ¿Y la princesa, abuelo, dónde se había metido?

            ‑ Pues ella estaba presa entre las mismas paredes en donde había nacido, esperando que su amor apareciese junto a ella, mirando por la ventana hacia abajo, por donde transcurría el río. La pobre estaba angustiada, pues no sabía nada de su amor, si aún era libre o ya estaba cautivo. Si tú supieras las noches que pasó llorando, todas esas noches que la falta de noticias la tuvo en vilo. ¡Qué triste estaba la princesa encerrada en la torre más alta del castillo!

            Mientras, su amado, seguía buscando algún acceso nuevo en la montaña, en las laderas o junto al río, intentando que nadie lo viese, con precaución y sigilo, pues las patrullas se estaban intensificando para capturar al chico, el cual estaba tan desesperado por ver a la princesa que hasta intentando escalar la muralla fue visto. Y no veas cómo corrían los soldados tras él, tropezándose entre los riscos, mientras las flechas volaban entre sus cabezas, hasta que paraban a la voz "¡No lancéis más, que el amo lo quiere vivo!".

            Por esa vez se libró desapareciendo entre los arbustos de jara y tomillo.

            "La próxima vez habré de tener más cuidado" se dijo, sin darse cuenta que alguien seguía sus pasos por el mismo camino. Era el príncipe Suleimán, que presumía de ser un ávido cazador y un valiente en la guerra, pero realmente era un cobarde y un asesino, pues se dirigía a dar muerte a su contrincante por la espalda antes de que la princesa lo viese de nuevo vivo, aunque fuese por poco tiempo en las mazmorras del castillo. Así que, cuando le dio alcance, intentó clavarle su cuchillo, a traición, como el cobarde que realmente era, pues no se atrevía a enfrentarse cara a cara con su enemigo. No sé si por torpeza o por la furia contenida que el príncipe no se dio cuenta y pisó una rama, haciendo el suficiente ruido para que el asesinato no llegase a buen puerto y alertase a El Niño del Río, el cual recibió una herida leve de manos del muy ladino.

            Ambos se enzarzaron en una pelea, con insultos y gritos. Uno con su navaja y el príncipe con su daga, que más que daga parecía un gran cuchillo. Tal ruido hicieron que pronto los soldados fueron a ayudar al príncipe, pues él de ellos precisaba su auxilio, ya que la pelea no estaba a su favor, pues el príncipe no era tan fuerte y corpulento como El Niño del Río.

            Los encontraron enzarzados como fieras, y con varios cortes heridos, revolcándose por el suelo, con sangre y barro, muy sucios. Los soldados se abalanzaron sobre él para prenderlo, pero él se defendió con uñas y dientes, jamás se dio por vencido, y a más de un soldado le dio muerte y él de la misma gravedad resultó herido, mas aun así siguió defendiéndose contra el príncipe y sus esbirros.

            Justo antes de que el cobarde ése intentase rematarlo, pues no quería llevarlo con vida al castillo, una luz muy blanca envolvió al muchacho y lo introdujo en el río, dejando esa luz una forma de  gran serpiente que se iba haciendo cada vez más grande recorriendo su camino, pero tan grande tan grande que nadie de los testigos supo cómo había desaparecido.

            El príncipe se las dio de valiente y se introdujo en el agua gritando y apuñalando al río "¿Dónde te escondes, cobarde? ¡Da la cara maldito!". Mas cuando quiso regresar a la orilla no pudo, es como si alguien lo tuviese por los pies cogido, que le era imposible dar un paso y de miedo se puso a pedir auxilio. Los soldados que estaban más asustados que su señor no se atrevieron a arrimarse al río, y contemplaron estupefactos cómo el príncipe fue engullido por un remolino.

            Los soldados, todos ellos, huyeron despavoridos, soltando lanzas, espadas y escudos, incluso algunos dando gritos; pero justo a tiempo llegó el capitán de la guardia y los puso a todos en su sitio, haciéndolos a todos formar con sus armas y regresar en silencio al castillo. Allí informaron a su señor de todo lo sucedido, de cómo murió el príncipe metido en el río, y que el fantasma se convirtió en una serpiente muy grande bajo el agua y que a pocos metros de allí se había sumergido, tanto que llegó a desaparecer, que todos los soldados así lo habían visto.

            "Tus soldados harán y dirán esto que te digo -dijo el señor del castillo-, si es que le tienen aprecio a sus vidas, las de sus mujeres e hijos. Dirán que el príncipe Suleimán ha vencido a su enemigo y que, tras cruenta contienda, él también ha fallecido, que los cuerpos de ambos han desaparecido, contarán que se hundieron en el río… y para que la historia sea heroica que también cuenten que lucharon por el amor de la princesa, así el pueblo contará esta historia durante siglos"

            ‑ ¿Y qué fue de la princesa abuelo? ¿Pero de verdad murió El Niño del Río?

            ‑ Paciencia, paciencia, chiquillo, que ahora voy con ello, no me seas intranquilo.

            La princesa Zareen tardó unos días en saber lo que había acontecido. Fue su madre quien se lo contó, aunque ella no dio crédito a lo relatado, porque según ella eso no pudo haber sucedido. "Que sí mi niña -le contaba su madre-, que tu príncipe ha fallecido. Ha muerto luchando contra ese fantasma al que todos llamaban El Niño del Río. Los dos, heridos de muerte, en las aguas negras del río se han hundido. Nadie los ha vuelto ver salir, los cuerpos de ambos han desaparecido. Mañana todos guardaremos luto y silencio por el gran hombre que hemos perdido". La princesa con los ojos llenos de lágrimas se escapó de su cautiverio, gracias a un descuido, corriendo escaleras arriba, al punto más alto del castillo. Allí la encontraron sus padres, sirvientes y soldados, ella mirándolos a todos, con los pies en lo alto del muro de la torre, muy pegados al filo. De nada sirvió la mirada de angustia de su madre, ni mucho menos las palabras de súplica que su padre le dijo. "No es por el príncipe por quien muero, sino que es por mi amor por El Niño del Río. Adiós madre, adiós padre". Y con estas palabras se lanzó al vacío.

            Entonces, se oyó un rugido bajo la montaña, como los truenos que sonaron en la tormenta cuando ambos, unos quince años atrás, habían nacido. Esta vez un dragón blanco surgió de las aguas del río, sobre su lomo recogió a la princesa y volando por los cielos se la llevó ante el asombro de todos los que lo habían visto. De repente una voz sonó dentro de la cabeza de la princesa, y así le dijo: "Tranquila, amada mía, que yo siempre estaré contigo. Seré el guardián de tu vida, de nuestro amor y siempre me tendrás en las cuevas que hay bajo el castillo. Y en las noches de luna llena espérame en lo alto de tu torre, que yo vendré a verte con mi forma humana para estar juntos".

            Y cuando posó a la princesa en el suelo el dragón volvió a convertirse, por un momento, en El Niño del Río, para poder darle su primer beso a la princesa y, ya transformado en luz, regresar al agua para desaparecer en el primer recodo que hay junto al castillo, donde según me contó mi abuelo hay un pasadizo sumergido que le daba acceso a las cuevas que desde entonces le dio cobijo.

            ‑ Una historia muy bonita, abuelo, pero tengo una pregunta, o dos, porque hay algo que no me explico. Si todo eso fuese verdad, alguien en las noches de luna llena los habría visto.

            ‑ Pues mira, mi abuelo me contó que una noche de luna llena, estando él andando por El Torrondo, él mismo fue testigo, que vio la silueta de un hombre y una mujer en lo más alto del castillo, él muy blanco y ella como el oro de los olivos, y que cuando se besaban las estrellas bailaban fugaces, y que allí se quedó mirando hasta quedarse dormido.

            ¿Y cuál era tu segunda pregunta, mi niño?

            ‑ No tiene importancia, abuelo, ahora ya entiendo el calor de las cuevas en invierno, pero para nada eso de que en verano haya fresquito. Pero no me respondas, abuelo, que ya es hora de que yo esté acostado y dormido, que nos va a reñir la abuela y mejor que no me vayas a contar, que no cuela, que en verano se iba de vacaciones a las playas de Torremolinos.

            ‑ Vamos a ver, chiquillo, ¿cómo te voy a contar cosas de playas si en esa época no se inventó el turismo? Si no te crees lo que te cuento dime tú, ¿por qué tenemos un puente con forma de dragón y se llama El guardián del castillo? Tranquilo que yo te lo cuento para que no te acuestes pensativo. Las leyendas tienen parte de historia, de realidad, como el nombre de la princesa y el de este río, ¿o acaso no son de verdad los muros del castillo? Que yo te lo he contado todo tal y como mi abuelo me lo dijo… ¿Y ahora a dónde vas abrazándote a la pared, mi niño?

            ‑ A que va ser abuelo, a darle las gracias al dragón por el calor que nos da y a decirle que a ver si lo veo para que él mismo me cuente a dónde se va en verano, que yo aun no me lo explico

Comentarios

  1. Muy buena historia. Enhorabuena y gracias por compartirla.

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  2. Un cuento precioso. Traslada a la infancia, a la fantasía y la luz que emanaban de los auténticos cuentos. Muchas gracias :)

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Julieta y las libélulas

  Julieta y las libélulas               Julieta es una niña pizpireta, a la que todo le llama la atención, y que no sabe estarse quieta, lo mismo está corriendo bajo la lluvia o desordenando los libros de la biblioteca, y preguntándoles a sus padres cómo se lee una palabra o cuál es el nombre de una letra, ¿Y de ésta? ¿Y de éstaaaa?... para después dibujarlas todas en su cuaderno, con muchos colores cada una de ellas, empezando por la A ¿y acabando por?... Pues claro que sí, ¡por la Z!             Y cuando acaba de dibujarlas todas, las guarda para enseñárselas a su maestra, porque por las mañanas ella va a la escuela, donde tienen una pared forrada de corcho llena de dibujos sujetos con chinchetas, entre ellos también los de Julieta, y, de los de ella, el que más le gusta es el que hizo de un día de primavera, que hasta su padre le hizo una foto de ese día, que muy bien que lo recuerda. Fue el día, poco antes del verano, en el que Julieta conoció a su nueva amiga, una libélula,

La Primavera en Julia

Hola amigos, os presento el primer capítulo de mi segunda novela. Espero que sea de vuestro agrado. Julia                 Entre todas las personas que se mueven por la gran ciudad ignorando todo lo que les rodea, con sus pensamientos y quehaceres, dirigiéndose al trabajo en sus coches, en metro o andando, llevando a sus hijos al colegio, soportando los grandes atascos que se generan a primera hora de la mañana, o cuando regresan a sus hogares con la misma rutina, sin pensar, como ganado que vuelve a su redil, podemos observar a algunos elegidos que saben encontrar la sensibilidad en cualquier lugar.                 Una niña que observa el vuelo caprichoso de una bolsa en un remolino mientras va sentada en el asiento trasero de un coche, protegida de todo tras el cristal de su ventanilla, la mujer que llora sentada en un vagón del metro sobre las páginas del libro que la atrapa mientras lee, el artista que no necesita más que un cuaderno y la tinta de un bolígrafo azul par