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Maxoú, el niño luna

 

Maxoú, el niño luna

           

            — ¿Papá, por qué aúllan tanto los lobos? —preguntó Maxoú a su padre desde la cama.

            — No son lobos, mi niño. Aquí ya no hay lobos desde hace muchísimos años — su padre le explicó—. Son los perros que le hablan a la luna.

            — ¿Que le hablan a la luna? —preguntó Maxoú asombrado y un poco incrédulo—. Pues más que hablar parece que le gritan, anda que no hacen ruido. ¿Y por qué le hablan a la luna? —preguntó ya curioso.

            — Pues mira, le hablan a la luna pidiéndole, con sus aullidos, que si puede hacer el favor de bajar hasta donde la luna se encuentra con aquellos riscos —dijo su padre señalando por la ventana— y así poder hablar con aquellos que se fueron al cielo de los perros. Es por eso que cuando aúllan, más que hablar parecen que gritan, porque la luna está muy lejos.

            — ¿Como la abuela cuando habla conmigo por el teléfono? —preguntó otra vez Maxoú—. Anda que no grita ná.

            — Sí, más o menos —respondió su padre entre risas abrazando a Maxoú—. Anda, duérmete, y mañana si quieres daremos un paseo hasta el risco aquel, donde la luna se acerca para que los perros hablen con los perros que ya se fueron al cielo.

            — Y papá, ¿si yo le hablo a la luna también podré hablar con Sorcier? Lo echo mucho de menos.

            — Quién sabe, mi rey, todo es ponerse a ello, pero seguro que si te propones hacerlo lo consigues. Mira, cuando alguien quiere algo, lo primero que hay que hacer es intentarlo y no dejar de hacerlo hasta conseguirlo.

            — ¿Así fue como conseguiste que mamá se enamorase de ti?

            — Qué cosas tienes, Maxoú —dijo su padre volviendo a abrazarlo riéndose—. Tú siempre con tus preguntas. Si mañana me lo recuerdas puede que te lo cuente. Y ahora a dormir.

 

            Cuando su padre apagó la luz Maxoú se quedó mirando a la ventana esperando a ver si la luna bajaba hasta las montañas que su padre le señaló, pero se quedó dormido antes de lo deseado. Ya, a la mañana siguiente, su padre, que se llamaba Max, lo despertó bien temprano.

            — Venga, dormilón, que el desayuno ya está en la mesa —le dijo mientras le revolvía el pelo para despertarlo—. Tenemos que aprovechar la mañana para dar nuestro paseo.

            — ¡Papaaaaa! —se quejó Maxoú.

            — ¿Tú no querías ir a ver dónde la luna baja para que los perros hablen con ella? —le preguntó Max.

            — La luna no bajó anoche —respondió enfadado—. Me quedé mirando y no bajó.

            — ¿Y viste si los perros que aullaban estaban allí? —Maxoú negó moviendo la cabeza—. No los viste porque estaban en otro sitio esperando que la luna bajase. Verás, la luna no baja siempre al mismo lugar porque hay muchos perros, y también lobos —le dijo poniendo las manos en forma de garras y sonriendo—, que quieren hablar con la luna y sus familiares y amigos que están en el cielo de los perros.

            — Sí, claro, ahora también son los lobos —respondió Maxoú enfadado.

   ¿Lobos, quién está hablando de lobos? —pregunto Gwen, la mamá de Maxoú.

            — Papá dice que los perros aúllan a la luna para hablar con ella y con los perros que se fueron al cielo de los perros —explicó Maxoú malhumorado—. Y ahora me dice que los lobos también, si aquí no hay lobos. Me lo dijo papá anoche.

            — Claro, perros, lobos, zorros, dingos y otros muchos más que son de la misma familia —respondió su mamá—, todos ellos van al cielo de los perros, que es el mismo que el cielo de los lobos, el cielo de los zorros y así de todos los cánidos.

            — ¿Cá… ni… dos…? —preguntó con dificultad, era la primera vez que oía esa palabra.

            — Cánidos, rey, sí, es el nombre de todos los animales que son familia de los perros, de todos ellos juntos —le explicó Max.

            — Y ahora dejaros de historias y a desayunar, que se enfría la leche —ordenó Gwen—. Ya después podréis hacer lo que queráis.

 

            Tras el desayuno, Max y Maxoú se prepararon para su paseo matutino. Mientras Maxoú se terminaba de vestir Max preparó su mochila con cuatro piezas de fruta, algo de pan, queso y dos cantimploras, una llena y otra vacía, la primera para el principio del camino, hasta la Fuente de la Gaseosa, donde ya llenarían ambas cantimploras.

            No eran ni las nueve de la mañana (qué temprano para ser un sábado), cuando ambos, Maxoú y Max, se despidieron de Gwen con un beso. Los dos salieron por la puerta vestidos de fieros montañeros, con sus buenas botas para poder andar sin cansarse ni hacerse daño en los pies. Ya, a los pocos metros se les podía oír aullar alternando sus voces.

            — Auuuuuuu —gritaba Maxoú con su voz aún aguda y levantando la cabeza hacia el cielo.

            — Auuuuuuu —le respondía Max, con las manos junto la boca apuntando al cielo.

            — Auuuuuuu —volvía a gritar Maxoú imitando con las manos a Max, su papá.

 

            Por el sendero que bajaba camino al río Trevelez se cruzaron con algunos vecinos, a los que todos saludaron entre aullidos, y todos ellos les devolvieron el saludo entre risas y sonrisas, incluso algunos levantaban las manos y hacían como si aullaran.

            — ¡Vamos a buscar el lugar donde los perros hablan con la luna! —les gritaba Maxoú con mucha alegría.

            — ¡Mucha suerte Maxoú! —le deseaban los que le conocían—. Que la luna siempre cambia de lugar cuando los perros aúllan.

            Y entre pasos y saludos, entre saludos y pasos, Max y Maxoú, padre e hijo, a la Fuente de la Gaseosa llegaron. Max descolgó un jarrillo de lata que siempre llevaba enganchado en su mochila.

            — Toma, Maxoú, prueba el agua de la fuente verás qué rica está.

            — Pero si el agua no sabe a ná, papá —respondió Maxoú—. ¿Cómo va a estar rica?

            — Ya, ya, pero esta agua es especial, toma y pruébala, te sorprenderá.

            — ¡Parece que tiene burbujas! ¡Pero si es agua de una fuente! —empezó a gritar Maxoú asombrado— ¡Magia, es magia!

            — No, Maxoú, simplemente es un agua especial —le explicó su papá—, nada más, te gusta, ¿verdad? —y tras la pregunta Max bebió directamente de la fuente, con la boca bien abierta y mojándose la cara.

 

            Tras un leve descanso, y tras llenar las cantimploras de esa agua que para Maxoú era como mágica, prosiguieron su marcha dirección al río, el cual tendrían que cruzar por un puente un tanto especial.

            — Mira Maxoú —empezó a contar Max—, cuenta una leyenda que hace muchos años por aquí vivía un pastor que cuidaba unas cabras por estas tierras, era un muchacho, con unos años más que tú. Un día con un hombre se encontró, corría con lágrimas en los ojos, pues necesitaba cruzar el río para recoger unas flores, su madre había enfermado y el médico necesitaba hacer una infusión con aquellas que crecían a la sombra de ese día de primavera, y ésas crecían, a esa hora en la otra ladera.

            »El hombre contaba que si no encontraba un acceso por donde cruzar el río tendría que llegar hasta donde el valle se abre, y que eso le haría tardar demasiadas horas. El muchacho le miró a los ojos y le dijo que no se preocupara, que por allí cerca había dos peñascos, que podría saltarlos y así cruzar al otro lado. El hombre le contó que no estaba para saltos, que llevaba un buen rato corriendo y que se hallaba un tanto cansado, que de seguro le fallaría las piernas, se caería al agua y se iría con la corriente río abajo.

            »El chico le contó que intentaría ayudarle pero que él no cruzaría el río dejando desatendido el rebaño. Y pensando, pensando, primero miró al cielo, después al suelo, y más tarde a la otra ladera, exactamente a unos peñascos, que estaban tan asomados que parecían que un día se vendrían abajo. Los miró y remiró, mientras que con el pie una buena piedra estaba buscando. La encontró y la cogió, calculó su peso con la mano, la puso en la bolea de su honda y empezó a girarla. Apuntó justo debajo de la gran roca, con fuerza salió la piedra disparada y ésta chocó justo donde él quería provocando que la gran roca de la ladera se soltara. Rodó y rodó hasta casi llegar al río y entre los dos peñascos se quedó atrapada, quedando como un puente sobre las aguas bravas. Así el hombre pudo cruzar el río para que curasen a su madre, pero no sin darle al muchacho antes las gracias, el cual se despidió con una sonrisa y salió a reunir a las cabras, porque todas salieron corriendo ante tal estruendo, las pobres estaban asustadas.

            — Un cuento muy bonito, papá —dijo Maxoú—, pero está claro que es un cuento. ¿Quién se va a creer que un niño, un poco mayor que yo, coja una piedra y la lance contra unas rocas, se caiga una sola y encima cae formando una especie de puente? Ya ya, papá —remató haciendo un gesto con la mano indicando que es cosa de locos.

            — Pues no sabría qué decirte, a mí así me lo contaron el primer día que vi el puente, y tú deberías de dudar menos de las cosas, más aún cuando las vas a ver. Mira allí.

            En el lugar que Max señalaba a su hijo se hallaba una gran roca clavada justo entre otras dos, exactamente sobre el río que tenían que cruzar, donde terminaba el sendero que ambos llevaban. Maxoú se quedó asombrado, boquiabierto, tanto que hasta unas golondrinas podrían haber anidado dentro de su boca. No se podía creer lo que estaba viendo y, a la vez, se estaba imaginando a ese pastor lanzando la piedra con su honda, tan fuerte, tan fuerte, que consiguió arrancar una enorme roca de la ladera, que digo enorme, para Maxoú la roca era gigantesca, tanto que ni un gigante la habría podido mover sin ayuda de al menos otro gigante, ¡qué digo otro, de dos o tres gigantes como mínimo!

            A partir de ese punto el camino era cuesta arriba, ascendiendo por la carihuela de Panjuila, que es un sendero que sube haciendo zigzag hasta llegar al punto más alto de la ladera, en este caso ese punto se llamaba Panjuila, y ése era el destino de Maxoú y Max.

            Maxoú aguantó casi hasta la mitad del camino, allí pararon a descansar unos segundos y bebieron un poco de agua. Tras la breve pausa Max subió a Maxoú a hombros para terminar de subir a buen ritmo, y fue así porque Max era un gran atleta, tanto que ese paseo que estaban haciendo él lo hacía corriendo casi todos los días, todo ese recorrido y un buen trozo más, pero mucho más.

            Al fin llegaron a lo más alto, con el viento fresco soplando de cara y con el sol casi en su punto más alto, con tiempo de sobra para enseñarle algunas sitios que se pueden ver desde allí.

            — Mira —le dijo Max a su hijo—, si te fijas hacia allí, podrás ver el mar si el día está claro y no hace mucho calor. ¿Ves esa mancha azul más oscura, sí? Pues allí está la playa donde vamos en verano a pasar el día. Y si miras hacia ese otro lado, como siguiendo el curso del río Trevelez, llegaríamos a Tíjola y, justo al lado, Órgiva, donde vamos a comprar los productos de las huertas en el mercado. Y allí enfrente, al otro lado de la garganta, un poco más abajo está nuestra casa, cerca de Atalbéitar. Y si fuésemos río arriba…

            — Iríamos a comprar un jamón de Trevelez —respondió Maxoú provocando las risas de Max—. Anda, papá, dime dónde se ponen los perros a aullar a la luna, que tengo mucha curiosidad.

            — Ven, anda, impaciente. Aquí es, en estas rocas planas. Primero aúllan desde distintos lugares llamando a la luna para que baje y después, cuando ven hacia donde se dirige, todos salen corriendo hasta llegar al lugar que la luna haya elegido para reunirse con todos ellos. Mira, aquí están las huellas de los perros, justo a los pies de las rocas.

            »Cuentan que, cuando la luna baja, se posa justo al lado de estas rocas, las cuales sirven para que los perros que están en el cielo puedan salir de la luna para saludar a sus amigos y familiares.

            — ¿Salir de la luna? —preguntó Maxoú muy sorprendido— ¿Eso cómo puede ser, o es que la luna tiene una puerta?

            — Mmmmmm, más o menos, no es que exactamente tenga una puerta, dicen que la luna es el portal que conecta el cielo de los perros con la tierra. Y antes que me preguntes, un portal es una especie de puerta. ¿Y sabes una cosa? Algunos pastores me han contado que cuando un perro se va al cielo la luna baja a recogerlo, que ellos mismos han visto por la mañana sus cuerpos dormidos sobre estas rocas y sobre otras muy parecidas que hay en otros lugares.

            — ¿Y cuándo podremos ver a la luna? Yo quiero volver a ver a Sorcier, quiero jugar con él y abrazarlo.

            — Pues para eso tendrás que practicar tus aullidos y esperar que la luna quiera bajar hasta aquí, que es el punto más cercano desde nuestra casa, y ya has visto que no es muy fácil llegar. Anda, vamos a comer y descansaremos un poco antes de regresar.

           

            Mientras Max preparaba el almuerzo para los dos Maxoú corría de un lado para otro, se subía a una piedra y empezaba a aullar con las manos a ambos lados de la boca, como le había enseñado su padre.

            — Auuuuuu —aullaba—. Mira, papá, como tú me has enseñado. ¡Auuuuuu!

            — Muy bien, Maxoú, sigue así y pronto aullarás como los perros, qué digo, ¡como un lobo! Escucha, ahora verás.

            Max se levantó de un salto y se fue corriendo hacia las rocas planas y, con sus manos junto a la boca, se puso a aullar tan fuerte, tan fuerte, que el eco empezó a responderle el primero y, tras el eco, llegaron los aullidos de muchos perros.

            — ¿Ves? Así hay que aullar, y cuando lo consigas verás como la luna bajará para ti. Pero recuerda —le explicó Max—, la luna bajará si lo quieres de corazón, porque si la luna descubre que no es así jamás volverá a bajar en este lugar, y los perros que viven por aquí tendrán que irse a otro sitio para hablar con la luna.

            — Papá, ¿tú no podrías aullar por mí? Al menos hasta que yo aprenda. Porfi, porfiiii. Una noche nos venimos a dormir aquí arriba y aúllas por mí, yo te prometo que te ayudaré con mis aullidos.

            — Primero tendremos que hablar con mamá, no sé si le hará mucha gracia que pases una noche fuera de casa. Pero si la convencemos vendremos con la primera luna llena. ¿Estamos de acuerdo?

            — Sísísísísísí —respondió Maxoú dando saltitos de alegría.

            — Muy bien. Ahora vamos a terminar de comer y a descansar antes de regresar, que mamá estará ansiosa de verte y querrá comerte a besos.

 

            El camino de vuelta fue muy tranquilo, Maxoú corría entre los árboles intentando ver los pájaros que por allí trinaban, o si veía saltar a alguna ardilla entre sus ramas, o algún zorro u otro animal moviéndose medio ocultos por la maleza. Y por supuesto, no dejaba de saludar a todos los que se cruzaban con ellos, ni se fijaba si eran turistas, extranjeros o paisanos de las Alpujarras, a todos les venía con la misma historia.

            — ¡Hola —les gritaba entusiasmado—, con la próxima luna llena voy a aullarle con mi padre para que baje! Así podré ver a mi perro Sorcier, que está en el cielo de los perros. Lo echo mucho de menos —remataba un poco tristón—, pero pronto lo volveré a ver —y se iba corriendo con su gran sonrisa.

            Menos mal que Max sabía hablar en inglés y francés, porque había turistas extranjeros que querían saber qué era lo que Maxoú les había contado, incluso algunos conversaban con ellos hablándoles de sus perros y otras historias, y más de uno le dijo a Maxoú que cuando volviesen a sus casas harían lo mismo que él, hasta se despedían de los dos aullando muy fuerte, como Maxoú les indicaba, poniendo las manos a los lados de la boca, para que se oyese desde más lejos.

            Y así fue durante todo el camino, correteando, saltando, aullando y saludando sin parar hasta que llegaron a la Fuente de la Gaseosa, que se lanzó como si llevase tres días sin agua, metió la cabeza debajo de la fuente y se puso a beber mojándose la cara y el pelo.

            — Mmmmmm, qué fresquita está, papá. ¿Le vamos a llevar a mamá para que la pruebe? Seguro que le gusta y segurísimo que ni se va a creer que es agua de una fuente.

            — Claro que sí, Maxoú. Vamos a llenar las dos cantimploras ahora mismo, en cuanto saques la cabeza de la fuente, y deja de mojarte, que como tu madre te vea así me voy a llevar una regañina.

 

            Cuando llegaron a casa Maxoú parecía un torbellino, quería contarlo todo a la vez, la caminata… los turistas y paisanos… el puente del niño pastor… el ascenso por la escarihuela… los perros respondiendo los aullidos de Max… el agua de la Fuente de la Gaseosa mientras insistía que la probase una y otra vez… y lo más importante, que irían a aullar con la próxima luna llena.

            — ¿Nos das permiso, mami cherie, mami guapa? —Maxoú siempre le decía eso cuando quería convencerla mientras le acariciaba la cara—. Porfi, mamiiiii, andaaaaaa. Pero bebe esa agua mágica, huy, que se me ha escapado que es agua —dijo tapándose la boca con una mano y con los ojos muy abiertos—. ¿A que está muy rica, eh mami, a que sí, a que sí?

            — Muy rica —le respondió Gwen—. ¿De dónde es? Seguro que es de una botella que habéis comprado por el camino y me queréis engañar. Porque esto es agua con gas.

            — Que nooooooo —respondió Maxoú llevándose las manos a la cabeza—. Es agua de una fuente que está por allí abajo, antes de llegar al río. ¿Por qué no te vienes con nosotros a aullar a la luna y así te enseñamos la fuente? Porque vamos a ir, ¿No?

            — Eso está aún por ver, mi niño, pero si fuese así yo me quedaría en casa con tu hermano, que es muy pequeño para hacer esa aventura, y es que no estoy muy convencida con que vayáis allí arriba a aullarle a la luna para que baje.

            » Estáis locos los dos. Venga, a la ducha mientras preparo la cena, que venís sucios y seguramente cansados. Hoy cenaremos un poco más temprano.

            Ambos se fueron corriendo al baño sin dejar de aullar entre risas mientras el pequeño Ulysses, el hermanito de Maxoú, intentaba imitarlos desde la trona donde estaba sentado esperando su cena.

 

            A la noche Max y Gwen estuvieron hablando sobre la aventura de ese día y más aún sobre la idea de ir a dormir a lo alto de un cerro para aullar a la luna.

            — Sinceramente lo considero una locura —dijo Gwen—, Maxoú es muy pequeño aún y allí arriba debe de hacer más frío. Me preocupa. ¿Y si se despierta por la noche y se cae entre las piedras o se despeña?

            — Tú tranquila, amor mío —la tranquilizó Max—. Yo estaré atento en todo momento, es más, hare que se canse y así dormirá toda la noche dentro de la tienda de campaña. Ya verás cómo se lo va a pasar. Le hace mucha ilusión.

            — Sigo sin estar muy convencida. Ya hablaremos más adelante, para la luna llena aún queda casi tres semanas.

 

            Durante ese tiempo Maxoú continúo haciendo su día a día como siempre, o casi. Iba al colegio todas las mañanas, jugaba con sus amigos en el patio, durante el recreo, dibujaba, ayudaba todo lo posible en casa y, cómo no, aullaba y aullaba sin parar, corriendo de un lado para otro, contándoles a sus amiguitos y a todo el mundo con quien se cruzaba que muy pronto iba a ir con su padre a hablarle a la luna, como lo hacen los perros y los lobos. Hasta la maestra se preocupó un poco, no mucho, ya que pensó que sería algo pasajero, cosas de niños, aún así habló con su madre un día al terminar las clases.

            — No te preocupes —le dijo Gwen—. Es una excursión que hará con su padre cuando acaben las clases. Está muy ilusionado, nada más, es un niño —finalizó con una sonrisa.

 

            Por fin llegaron las vacaciones de verano, celebrándolo en el colegio con gran excitación y alegría. Los niños se divirtieron muchísimo con la fiesta del agua que organizaron como despedida del curso. Y con las vacaciones llegó el día esperado, el día en el que aullarían a la luna llena, los dos juntos, Max y Maxoú, padre e hijo, juntos. No se podría adivinar quién de los dos estaba más nervioso, si Max haciendo los preparativos o Maxoú esperando que todo estuviese listo para poder irse a la montaña.

            — ¡Papá, papá! —gritaba una y otra vez Maxoú— ¿Queda mucho para irnos?

            — Aún queda un rato —le explicó Max—, así que paciencia y déjame terminar de preparar la mochila, después tengo que revisarlo todo una vez más. Hay que preparar la comida para esta noche y para desayunar mañana. Y después del almuerzo, y con la digestión hecha, saldremos a la aventura.

            — Jooooo, ¿todo eso? —se quejó Maxoú.

            — Ni jó, ni jí, ni já. Y será mejor que te relajes un poco, porque esta vez no voy a poder llevarte a hombros, ya ves que yo llevaré la mochila y la tienda de campaña. ¿Tú vas a llevar algo? —le preguntó curioso.

            — ¿Yo? ¿Te parece poco mi compañía? —contestó Maxoú muy burlón antes de salir corriendo.

            — Verás cuando te pille, granujilla —le dijo riéndose—. Cuéntale a tu hermano Ulysses la aventura que vamos a disfrutar, huye, jajajajaja.

 

            Por fin llegó la hora, y anda que no se le hizo eterna la espera. Maxoú tenía tantas ganas de empezar su aventura que un poco más y ni se despide de su madre y de su hermano. Y un poco más que Maxoú no se va de acampada, ya que su madre le dio un abrazo tan grande, tan grande, que no quería ni soltarlo.

            — Mamaaaaaá, que no me dejas respirar — se quejó—. Si mañana estaremos de vuelta, ni te vas a dar cuenta.

            — ¿Que no me voy a dar cuenta? ¡Pero cómo que no me voy a dar cuenta, si eres un torbellino! —le dijo dándole un beso y revolviéndole sus rizos a modo de despedida.

            — Tranquila —le dijo Max—, que no vamos a la guerra. Mañana estaremos aquí, amor mío.

 

            Tras despedirse los cuatro, Maxoú marchó delante de Max haciéndole gestos para que se diese prisa.

            — ¡Vamos, papá! —le gritó corriendo—. No vamos a llegar nunca a ese ritmo.

            — Ya voy, ya voy, y nada de correr, que el camino es largo, y como dice el refrán: si el camino es largo más vale el mastín que el galgo. Es decir —le explicó al ver la cara de Maxoú—, para las distancias largas más vale ser resistentes que ir corriendo, ya te dije que no te puedes cansar.

 

            Por el camino todos les saludaban, los que les conocían les mandaban sus mejores deseos, incluso algunos respondían a los aullidos de Maxoú y Max, hasta se podía oír las voces de algunos vecinos a lo lejos, de todas partes se escuchaban las aullantes respuestas. Maxoú reía y reía sin salir de su asombro.

            — ¿Has visto, papá? —le decía con los ojos muy abiertos—. Nos responden desde todas partes. Parece como si en todos los pueblos y aldeas de la zona supiesen que vamos a aullarle a la luna.

            — ¿De la zona dices? —le respondió riéndose—. Yo creo que es más en toda La Alpujarra, no has parado de contárselo a todas las personas que has visto durante casi un mes. Es más, lo tienen que saber en toda Europa, que hasta a los turistas se lo has contado.

 

            A pesar de las carreras, las risas y los aullidos de los dos, llegaron a lo más alto de la escarihuela sin que Maxoú se cansase. Solamente hicieron dos paradas durante el camino, la primera en la Fuente de la Gaseosa para beber y llenar las cantimploras y la segunda junto al puente de la roca, justo antes de empezar el ascenso hasta el Alto de Panjuila. Es más, cuando terminaron la caminata, Maxoú salió corriendo hasta las rocas planas y se puso a aullar con todas sus fuerzas recibiendo la respuesta del eco, como le pasó a Max la primera vez, y de muchos perros y algunos vecinos unos segundos después.

            — ¿Los oyes, papá? —le dijo rebosante de alegría—. ¡Me están respondiendo, todos me responden!

            — ¡Claro que los oigo! Incluso diría que tu madre también está aullando. Creo que ese aullido agudo y desafinado es de tu madre. Mira allí —le dijo señalando a casa—, mamá nos está saludando moviendo los brazos por encima de su cabeza.

            — ¡MAMAAAAAAAÁ! —gritó Maxoú saludando sin parar antes de aullar más fuerte—. ¡MAMAAAAAAAÁ! —volvió a gritar.

            — Ven, Maxoú, preparemos el campamento junto a ese árbol —le dijo Max.

            — ¿Y aquí por qué no? Estaremos cerca de las rocas planas y de la luna.

            — Porque si vienen los perros esta noche a hablar con la luna tendremos que dejarle espacio suficiente para todos. Además allí hay sombra y nos podremos proteger si hay mucho viento.

            — Pero nosotros hemos llegado los primeros, ¡no es justo! —replicó caprichoso Maxoú.

            — Eso no tiene la mayor importancia, protestón. Tienes que darte cuenta que es la única forma que tienen de volver a hablar con los perros del cielo, además la luna está llena un par de días o tres al mes, y no siempre baja en el mismo lugar. ¿Sabes cuánto tiempo se quedan esperando para poder hablar con la luna? Puede pasar más de un año o dos.

            — Pero es queeee….

            — Ni peros ni peras, Maxoú. Habrá tiempo para todos si la luna decide bajar aquí, recuerda que te comenté que no es seguro que lo haga. Hemos venido a ver si tenemos suerte, y si no ya vendremos el mes que viene. Anda, ayúdame a despejar el suelo de piedras, no querrás clavarte alguna durmiendo, ¿no?

 

            Maxoú colaboró a regañadientes, aunque sólo al principio, ya que preparar un campamento era una nueva experiencia para él. Retiraron todas las piedras de la zona donde iría la tienda de campaña. Cavaron un hoyo poco profundo y pusieron las piedras que habían recogido alrededor del hoyo y la tierra excavada la pusieron cerca. Max le explicó a Maxoú que aquella noche harían una pequeña fogata si la noche refrescaba, que la tierra la dejaba cerca para apagar el fuego antes de acostarse y que las piedras se colocan de esa manera para evitar que el fuego se salga de su sitio y provoque una desgracia, y más cosas que le explicó sobre la responsabilidad de encender un fuego en el campo.

            Entre la preparación del campamento y algunos aullidos más por fin llegó la noche. Maxoú no dejaba de mirar el cielo estrellado buscando la luna, pero por más que buscaba y buscaba, la luna no encontraba. Con su linterna sobre las rocas planas, justo entre sus pies, Maxoú ponía sus manos a ambos lados de su boca y aullaba con todas sus fuerzas, aullaba y aullaba, pero la luna no aparecía y tampoco bajaba.

            — ¡La luna no viene, papá! —gritó con los ojos llenos de lágrimas—. La luna no quiere que yo vuelva a ver a Sorcier, la luna no me quiere —dijo llorando abrazándose a su padre—. ¿Por qué la luna no me quiere? ¡La luna es mala!

            — No digas eso, mi niño, no es así —le dijo intentando calmar su rabieta—. La luna aún no ha salido, por eso no la ves, debe de estar en otro lugar donde anochece más temprano atendiendo a los perros de allí.

            — ¡No, la luna no me quiere! —repitió entre sollozos e hipidos acurrucado junto su padre.

            — Ten paciencia y verás cómo la luna aparece —lo volvió a tranquilizar.

 

            Y esperando la luna y entre lágrimas Maxoú se quedó dormido acurrucado junto a Max y al calor de la pequeña hoguera que los alumbraba. Al final Max lo acostó dentro de su saco de dormir para que no se enfriase con la humedad de la madrugada, apagó el fuego con la tierra y también se abrigó con su saco para dormir con Maxoú en su regazo.

 

            Esa noche Maxoú soñó dormido en el regazo de su padre, pero no soñó como otras veces, no soñó que podía volar, tampoco soñó que era un bombero que entraba en una casa ardiendo a rescatar a una familia de gatos, tampoco soñó con ser piloto de carreras, no, nada de eso. Esa noche soñó con la luna, y que él se subía a las rocas planas aullando para que la luna bajase, y soñó que la luna bajaba para él, y soñó que una puerta muy grande se abría en medio de la luna. Maxoú soñó que atravesaba esa puerta y que se encontraba en la ladera de un montecillo y que, desde lo alto, aparecían cientos de perros ladrando y moviendo la cola de felicidad. Los había de todas las razas, tamaños y edades, con pelos largos y pelos cortos, con melenas, algunos incluso eran más altos que Maxoú, y todos se acercaban para saludarle y para que los acariciasen.

            — ¡HOLA MAXOÚ, HOLA MAXOÚ! —ladraban todos. Y lo más curioso era que Maxoú entendía sus ladridos.

            — ¡QUÉ BUENO QUE VINIIIISTE! —ladró un perro argentino.

            — ¡UN PÍCCOLO HUOMO! —replicó otro perro italiano.

            — ¡MAXOÚ, MAXOÚ! —ladró otro perro cuya voz reconoció Maxoú.

            — ¿SORCIER, SORCIER, ERES TÚ? —gritó Maxoú buscando su perro entre todos los que allí estaban

            Si, era Sorcier, su perro que corría ladera abajo moviendo sus grandes orejas, tanto que parecía que parecía que más que orejas eran alas y que Sorcier estaba listo para alzar el vuelo. Todos los perros del cielo de los perros se apartaron haciendo un pasillo para que ambos amigos se encontrasen. Sorcier saltó sobre Maxoú tirándolo al suelo y empezó a darle muchos besos mientras su amiguito lo abrazaba. Ante tanta felicidad todos los perros se sumaron a la celebración, jugando y rodando ladera abajo, entre las flores y demás hierbas que crecían en esa ladera.

            Qué feliz estaba Maxoú en ese sueño, hasta derramó una lágrima de felicidad mientras dormía y se dibujaba una sonrisa en sus labios. Y así estaba cuando su padre lo despertó a la mañana siguiente. Aunque Max se asustó cuando él se despertó, Maxoú no estaba con él, y vaya que sí que se asustó, aunque el tiempo justo de verlo dormido sobre las rocas planas. Incluso pensó que el pobre se había ido a dormir sobre las rocas para que la luna se lo llevase al cielo de los perros, como les habían contado los pastores. Es más esa idea peregrina lo preocupó un poco más y salió corriendo a despertarlo. Cuando fue a cogerlo en sus brazos vio a un cachorrito dormido con él.

            — Papá, he estado en el cielo de los perros —le dijo medio dormido—, y he jugado con Sorcier y con muchos perros.

            — Claro que sí, mi niño —respondió Max sonriendo mientras le daba un beso y acariciaba al perrito—. Claro que sí.

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