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El sueño de granada

Os dejo aquí el inicio y el primer capítulo de mi primera novela para ir abriendo boca


Alicante, 18 de Julio de 1936

            Querido Federico, espero que estas letras que te escribo lleguen a tiempo para evitar una gran desgracia. Abandona Granada, ya nadie está seguro. El gobierno de la República tiene los días contados y tu vida peligra. Ciertos amigos tuyos me insisten que te pida, incluso que te suplique, que salgas de España cuanto antes. ¿Por qué no te exiliaste en México o en Colombia? Allí estarías a salvo de todo lo que va a acontecer en breve. Márchate, Federico. Aquí no hay cabida para tus pensamientos. Escucha a quien te escribe desde su cautiverio. Temo por tu vida tanto como por la mía.

Siempre tu amigo, José Antonio.




            Pocos recuerdos llevo de aquellos días conmigo, una carta que llegó tarde a la casa de mi amigo Luís Rosales, en Granada, y las palabras de Rafael Martínez, como otros bien queridos, solicitando que permaneciera en Madrid ante la tensión política que sufríamos. Tonto de mí que deseaba ver mi tierra, sus gentes, las calles donde comencé mis estudios y mis tertulias en el café Alameda. Ya de allí me queda mi infancia, mi adolescencia, entre libros y música, mis años en Madrid con tantos amigos y, al final, mi huida.

            Nunca bastaron mis declaraciones como ciudadano español y no político para que me señalaran y me tacharan de exaltado izquierdista e incluso de espía ruso por parte de ciertas personas de la ciudad ante el gobernador civil Don José Valdés. Tales fueron que decidieron prenderme un dieciséis de Agosto. Allí se presentó la Guardia Civil con órdenes y caras de pocos amigos. Peores caras se llevaron al ver que no me hallaba en casa de mi querido Luisito. Esa misma madrugada, bien entrada la noche, con un reducido equipaje partí a Motril para marchar, en un barco pesquero, hacia Francia. Con disgusto me despertaron y con mayor disgusto me subí a ese barquito con el que faenaba Manuel Jódar, Manolillo me insistía que lo llamara, en el que durante las noches me hice libre de las sombras donde me ocultaba cada día entre aparejos y redes. Aun llevo en mí el paso por Alicante y cómo Manolillo me señalaba su prisión para darle mi último adiós a José Antonio, con quien cenaba cada viernes en Madrid, él, fundador de La Falange, y yo, un artista, quién lo diría. Unos días más tarde hicimos escala en Cadaqués, exactamente en Port Lligat, en casa de Salvador Dalí. Allí pudimos alimentarnos con algo más que pescado seco y pan duro, un buen baño y ropa limpia. Ése fue el último día que vi a Manuel Jódar, no esperó para despedirse. Dijo que cuanto antes volviese más creíble sería su historia.

            De Cadaqués a París fue, prácticamente, un paseo. Ya no estaba en busca y captura, volvía a ser un ciudadano de la República, aunque por poco tiempo. En París me hospedé en casa de unos parientes, nietos de mi tío-abuelo Federico, que fue un famoso guitarrista e hizo vida y familia en Francia. Allí quedé unos días más esperando noticias de mis amigos y familia en Granada. Me dediqué a lentos paseos y a contemplar los árboles, insectos y animales, como en mi niñez. Recibí un paquete con algunas pertenencias, dinero y una carta de mi madre que aun no me atrevo a leer.

            Mi última etapa europea fue Londres, el lluvioso y húmedo Londres. ¿Mi mejor cómplice? Herbert G. Wells, presidente del Pen Club, el cual se interesó tanto por mí que incluso envió una carta a las autoridades militares de Granada solicitando noticias de mi persona y cuya respuesta fue un irónico Ignoro lugar háyase D. Federico G. L.” por parte del coronel Espinosa. Una mañana me miré al espejo y empecé a reírme con gran estrépito. Ya no reconocía mi rostro y empecé a recitar uno de mis poemas.
           
            Asesinado por el cielo,
            entre las formas que van hacia la sierpe
            y las formas que buscan el cristal,
            dejaré crecer mis cabellos.

            …/…

            Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
            ¡Asesinado por el cielo!

            Ya no era el rostro que sonreía entre amigos en la residencia, sólo quedaba la mirada íntima y recelosa que nunca compartía. Un poco más delgado y con otro peinado. Me quedé observándome detenidamente y decidí que ya era el momento de dar el paso a mi definitivo exilio, borrando mi nombre y crear una nueva vida.





Capítulo 1

Nueva York, Abril de 1937.

            La bruma nos recibió esa mañana de primavera difuminando la ciudad y la estatua de la Libertad, símbolo de oportunidades y nuevas vidas. No era la primera vez que la contemplaba. Esta vez me sentía reflejado en ella, envuelto en mi secreto como ella por la niebla. Poco quedaba de mi pasado desde que abandoné Londres en dirección a Southampton para embarcar hacia un incierto futuro, solamente el recuerdo de los pocos días que disfruté con D. Salvador de Madariaga en su exilio allí, rememorando sus años como profesor en Oxford o como embajador en Estados Unidos. De los meses que viví en Londres poco he de decir: mucha lluvia, imbuido de melancolía y estudiando inglés, todo el que no aprendí en mi otro viaje, que no era poco.
            Allí apareció, esbelta, entre vítores y lágrimas de alegría de toda la muchedumbre que viajaba hacinada en la tercera clase. De repente, silencio sepulcral. La isla de Ellis se aparecía ante nosotros. El último paso para acceder a sus sueños de libertad. La alegría se truncó en temor. Los murmullos sobre los expulsados o sobre los que murieron en la isla en el periodo de cuarentena fueron acompañados por rezos y besacruces que surgían bajo las camisas. Una masa mugrienta fue descendiendo del buque entre la incertidumbre y la ilusión. Dios quiera que consigan sus sueños.
            La primera y segunda clase descendimos, en ese orden, por otra pasarela recibiendo otro trato en la aduana. Así como los acaudalados viajeros de pompa y boato, hijos del lujo heredado, no se entretuvieron con los agentes aduaneros, los de la segunda clase disfrutamos brevemente de su compañía y menos si portabas una carta de recomendación de algún insigne personaje. Éste era mi caso, portaba cartas de D. Salvador y de Herbert. Aún así decidí desembarcar el último y quedarme todo el tiempo posible en esta fábrica deshumanizadora, observando cómo entraba la nueva mano de obra, cabizbaja cuan borregos, para alimentar este mundo de muerte, acero y hormigón.
            Rozaba el medio día cuando por fin abandoné aquel lugar triste y maloliente. El hambre no dejaba de expresarse por mis tripas y aun me quedaba un buen paseo hasta mi nueva residencia. Mi primera parada, una cafetería en Grand Street, luminosa, de grandes lunas como escaparates del modo de vida americano. Mesas ancladas, sillones lineales de tonos suaves, todo acompañado de maderas y brillos niquelados. Algo de comer rápido y una taza de café, costumbre a la que no me hago ni me haré. El café en el desayuno o en la sobremesa, es un hábito que siempre me acompañará con un cigarrillo.
            Vuelo hasta mi destino, cruzo el río Hudson y me diluyo en Manhattan, Park Avenue, East River, Morningside y, poco más allá, el Harlem, cuero negro forjado con sangre y sudor. Me reencuentro con el John Jay Hall, donde me hospedé en su décimo segunda planta en mis años de estudiante, qué maravillosas vistas de la Universidad de Columbia. Allí me espera Ángel del Río, profesor de la universidad y buen amigo. Un breve paseo por el campus para explicarme cual va a ser mi cometido allí y mostrarme la Casa Hispánica, mi nuevo lugar de trabajo. Por ahora me alojaré en su casa, por pocos días, hasta que tenga todo en regla y encuentre un apartamento asequible y confortable.
            ¿Mi nuevo trabajo? El Instituto Hispánico para América Latina y Culturas Ibéricas, exactamente en la Revista Hispánica Moderna. Aún no sé cuál es mi cometido, antes necesito descansar un poco y decidirme por el río Hudson o el Morningside Park como vistas en mi nuevo domicilio.

            No llevo ni dos semanas en casa de Ángel cuando recibo la primera visita, me sorprende hojeando una revista.
            -¿Es aquí donde se rinde homenaje al difunto? -siempre jocoso mi querido Cummings-. Menos mal que el embalsamador ha hecho un trabajo de calidad y no huele mucho a muerto.
            -¡Philip, cómo tú por aquí! -mi asombro no era mayor que el suyo al verme sano y salvo.
            -Necesitaba saber que era cierto, necesitaba saber que seguías vivo. Pero tranquilo, hemos disimulado la noticia diciendo que es un rumor que los nacionalistas están divulgando porque no quieren que seas un mártir en esa maldita guerra que asola tu patria.
-¿Patria, amigo? Lo que tú llamas patria ya lo llevo conmigo en mi corazón. De allí poco añoro, salvo a mi familia, en especial a mi querida madre.
-Ven aquí amigo mío y dame un abrazo, que aún no creo que seas tú o tu espectro. Y cambiando de tema ¿ya has encontrado dónde alojarte y dejar de abusar del bueno de Ángel?
-Sabes que esta es tu casa todo el tiempo que quieras -se ofreció Ángel con premura-. Esta es tu casa -incidió.
-Sí, sí, sí. Pero él necesitará su espacio y yo tengo la solución. Además sé que le encantará. Tú te vienes a vivir a mi apartamento y no hay nada más que discutir. Mañana mismo me marcho una larga temporada fuera de Nueva York y allí podrás disfrutar del tiempo y las vistas. Sé cómo te gusta mirar al parque y, más allá, a Harlem. Aunque todavía no entiendo esa predilección que tienes por ellos. Menos mal que no estabas hace dos años durante la revuelta que se ocasionó por la supuesta muerte de un muchacho puertorriqueño. Desde entonces la desconfianza y el temor han aumentado.
-De acuerdo -le dije-, en unos días me instalaré allí, pero en cuanto tenga mis primeros ingresos te pagaré un alquiler. La libertad tiene un precio, aunque sea regalada -y nos reímos los tres con tanta excitación por el encuentro.

En no más de cinco días ya estaba instalado en su apartamento, luminoso, a media altura, la suficiente para evitar el ruido de la calle y no tan alto como para no poder disfrutar de las vistas del parque. Cuántas horas pasaré en él. Además, a primeros de mes ya me incorporo a La Revista Hispánica Moderna. Veremos cómo empieza todo dentro de unos pocos días.

            Llego al trabajo y mi saludo queda mudo al ver las caras de mis compañeros. Acabamos de recibir la confirmación del bombardeo en Guernica. El ejército alemán no ha cesado durante tres horas atacando a la población civil. Temo que esta barbarie cause represalias en otros puntos de la República. Otra barbaridad como la de Irún, una en manos de un bando y otra por el otro. Ciudades arrasadas, niños huérfanos llorando por las calles, madres y esposas que ya no saben nada de los hombres de su familia. Esto es un baño de sangre entre hermanos, amigos y vecinos. Cuánta repulsa me provoca. Las víctimas se cuentan por varios cientos, todo está destrozado. Es la mayor matanza que sucede este año después de la toma de Málaga, con la ayuda de los italianos, a principio de este año. La República se está rompiendo desde dentro y los golpistas están avanzando cada vez más, casi no hay resistencia.

            La comunidad española de Nueva York se posiciona a favor de un bando o de otro. Los amigos de la República comienzan a recaudar fondos, se convoca una reunión pro-República en el Manhattan Center con una gran afluencia de simpatizantes. El Club Obrero Español envía una ambulancia en ayuda a la República. Las voces de casi todo el mundo se alzan ante tal masacre. Nadie está indiferente. El silencio ha invadido la redacción. Es veintiocho de Abril, un día que guardaremos en nuestra memoria.



Manhattan, Mayo de 1937

            Pocas cosas hay tan reconfortantes como ver amanecer durante la primavera. Los tonos rojizos tornasolándose a amarillo mientras disfruto de una taza de café y un cigarrillo. Es el mejor momento del día, breve pero igual de intenso que el aroma que me arrastra a las tertulias en el carmen de Don Manuel de Falla. Música y poesía jamás deberían soltarse de la mano.
            Ya estoy trabajando en la revista dedicándome casi en exclusiva de los poetas españoles, incluyéndome, tanto de los exiliados como de los que se quedaron allí. Es como volver a Madrid, a la residencia. De alguna manera vuelvo a saber de todos ellos. Son momentos de mucha melancolía, peor aún en este lugar de deshumanización, un proceso necesario pero doloroso. Durante los primeros días Ángel venía a visitarme y me encontraba con la vista perdida, llena de añoranza, entre versos y versos.
            -¡Anímate chico! -soltaba con sus aires sorianos-. Deberías volver a escribir. A ver si se te quita esa mirada de alelado.
            Cómo sabe sacarme una sonrisa mientras me riñe. Pero tiene razón, quizás los versos diluyan, al menos un poco, la tristeza que me embarga a ratos. Puede que deba sentarme al piano con los amigos y desaparecer entre sus risas, como la vez que Philip me llevó a Vermont y acabamos en una fiestecilla de un amigo. Casi nadie me entendía, ni yo a ellos, pero eso era lo menos importante. Espero que pueda hacerlo pronto, esta ciudad me está absorbiendo a pasos agigantados.
            Me abandono a la más absoluta tristeza dando largos paseos por la orilla del río. Me acerco por los muelles de carga, donde observo las miserias ajenas fundidas con el sudor y el hollín. Tantas horas doblegados por un sueldo mísero con el que llevar un poco de estabilidad a sus familias. ¡Cómo puede una gran ciudad destrozar la condición humana! He de recordarme todos los días que estoy en Nueva York por esa razón.  
            La ciudad entera está consternada con la explosión del Hindenburg en la Estación Aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey. Entre pasajeros y tripulación fallecieron treinta y seis personas por el incendio o aplastados por dicho zeppelín. Muchos se salvaron gracias a la explosión de los depósitos de agua de la misma aeronave. La ciudad entera sufrió esta catástrofe cuando se radió, al día siguiente, la narración de Herbert Morrison grabadas contemplando tan agrio suceso.
            He descubierto que Salvador Dalí está en la ciudad, ha regresado de Hollywood de preparar un trabajo con los hermanos Marx que al final no ha tenido éxito. Necesito ir en su búsqueda, necesito noticias de mi familia y no hay nadie mejor que él para referírmelas. Esta misma tarde me acercaré al hotel para saber de él y de los míos.
            Por desgracia la reunión ha sido más corta de lo deseado. Al menos lo he podido abrazar. Me relata el estado de nuestros amigos, muchos de ellos exiliados. Me dice que mis padres están bien, todos bien. Yo le explico que sueño mucho con mi madre y que no son sueños agradables.
-Ella –le relato-, toda vestida de negro, está sentada junto a una ventana, llorando amargamente. El viento peina los mechones que lleva sueltos de su moño mientras las cortinas la acarician. La luz entra fuerte por la ventana y, aun así, no ilumina la habitación donde se halla. La llamo y no responde. Le pregunto por qué llora. No me responde. A su espalda, por el patio, unos hombres portan un féretro vacío mientras callan. Me acerco al rostro de mi madre que llora, llora con unas cuencas vacías, ciega de dolor. Ahora soy yo quien llora y me despierto entre sollozos.
            -Dime, Salvador. Dime que mi madre está bien. Por Dios que este sueño me está destrozando el alma.
            -Tranquilo, ella está perfectamente -intenta consolarme. Pero yo sé que algo sucede, algo que me tiene preocupado-. Esas pesadillas, parecen más sueños surrealistas míos que tuyos, debe ser por este aire tan viciado que se respira en esta ciudad. Ya te digo que están perfectamente. Descansa y borra ese rostro de pena que llevas.
            Un par de cigarrillos y temas banales es lo que quedó de esa conversación. Una despedida y una promesa de una pronta visita fue lo que me llevé. Llevaba la cabeza rebosante de los problemas que le había causado su viaje a la meca del cine y quería regresar a Francia.
            -¡Escribiré pronto a Ángel con noticias frescas! -así fue su despedida.

            Vuelvo dando un paseo hacia casa tarareando mientras contemplo a los niños que juegan en las calles a la pelota y las niñas que, con sus cochecitos de muñecas, sueñan con ser madres y buenas esposas. Llegando me desvío hacia el parque y me siento a disfrutar de las últimas horas de luz entre los árboles. El viento los mece y parece que me cantan, como en mi niñez, me cantan y me llaman. Estoy aturdido y cansado, será mejor dar por finalizado el paseo y la visita al parque. Me siento incómodo, incómodo y un tanto nervioso.

            Después de una noche un tanto agitada, me despierto contemplando la lluvia tras el cristal. Sobre la mesa mi taza de café y un cenicero. Juego con un cigarrillo entre los dedos mientras mi mirada se pierde más allá de la cortina de agua arrastrándome a esos maravillosos días de mi infancia en los que solía salir corriendo bajo la lluvia que precedía a los veranos en la vega. Por allí jugueteaba mientras Dolores la Corolina y Anilla la Juanera me perseguían cloqueando alborotadas. No lo dudo y subo corriendo a la azotea para sentir las finas y frescas gotas  en mi rostro, gotas que lavan mi alma y me arrancan una gran risa, mi risa de ayer, mi risa de infancia y de campo, mi risa silvestre, que yo defenderé siempre, siempre, hasta que me muera y que nunca debí abandonar. Hoy llegaré un poco tarde al trabajo, este momento lo justifica.
            Estamos finalizando el próximo número de la revista, en él hablo de Quevedo, el poeta más interesante de España. ¡Qué gran injusticia se ha cometido con Quevedo! Aun recuerdo mi acercamiento tardío y melancólico, en un viaje por la Mancha, una parada en el pueblo de Infantes. La plaza del pueblo, desierta. La torre de Juan Abad. Y muy cerca, la iglesia, oscura. Allí estaba Quevedo enterrado, solo. Tenía la impresión de haber asistido a su sepelio. ¡Qué honor hablar de Quevedo! Quevedo es España. También incluyo una de mis narraciones en recuerdo de la carnicería que asola mi patria:

Degollación de los inocentes
…/
Los guerreros tenían raíces milenarias y el cielo cabelleras mecidas por el aliento de los anfibios. Era preciso cerrar las puertas. Pepito. Manolito. Enriquito. Eduardito. Jaimito. Emilito.
Cuando se vuelvan locas las madres querrán construir una fábrica de sombreros de pórfido, pero no podrán nunca con esta crueldad atenuar la ternura de sus pechos derramados.
/…       

            En la redacción me encargan, también, un artículo sobre el poema en prosa “Fuera de aquí” de Vicente Huidobro donde protesta contra militares fascistas italianos que están visitando su país, Chile. Siempre Vicente tan conflictivo, jamás lo vi rehuir una confrontación, hasta con Neruda tuvo un par de ellas. Estando en España declaró ser un antifascista de primera línea y, bueno, republicano y comunista. La publicación de este escrito provocó una agresión en su contra, pero la masacre de la aviación italiana, en febrero, sobre civiles indefensos que huían de Málaga por el camino de Almería, es difícil de olvidar.

            Fuera de aquí pájaros de mal agüero, aves de rapiña que hasta el cielo ponéis hediondo.
            Valientes frente a niños que lloran y mujeres indefensas, héroes frente a pueblos sin armas. Sois el vértigo de la fuga a penas un árbol se equivoca y hace ruido de bombarda.
…/…
            Fuera de aquí en nombre de nuestras madres y sus hermanas muertas, fuera de aquí en nombre de nuestros hijos y sus hermanos muertos.
…/…
            Aquí está España, estará España mientras haya hombres cuyo pecho se agranda al sentir sus raíces. ¡España! Este nombre os aplasta, os revuelca en medio de la historia.
/…
           
            El sentimiento de dolor se hace patente en las diversas disciplinas artísticas. Pablo Picasso presenta en La Exposición Universal de París su cuadro Guernica, denunciando los desastres de la guerra. La prensa internacional  no deja de reportar estas catástrofes. Las acusaciones no cesan de cruzarse y las noticias se tergiversan por ambos bandos. En los cinematógrafos se muestran imágenes de destrucción y de desolación. Pero todas las voces son silenciadas por el ruido de las bombas. El ritmo de trabajo es frenético, queremos tener todo preparado y a tiempo. Haremos que nuestra voz sea la de aquellos que ya no están entre nosotros.


Manhattan, Junio de 1937

            El calor primaveral se va acentuando por días, nada que ver con las frescas mañanas de mi vega natal. Por algunas calles se puede ver a los niños jugando junto a las bocas de incendio abiertas para su deleite y diversión. Es un espectáculo de agua y risas digno de contemplar sin descanso, contagioso y evocador, demasiado melancólico. Así me quedo largo tiempo, con una sonrisa y los ojos un tanto vidriosos, mientras me fumo un cigarrillo sentado en los escalones de algún edificio cercano con el ruido de alguna conversación de fondo.

            Los ventiladores silban por toda la redacción apaciguando los calores que vamos sufriendo. De vez en cuando una limonada o una soda bien fría nos alivia por dentro. Desde las ventanas se escuchan los cascos de las bestias que tiran de los carros que portan las barras de hielo. Allí están los repartidores con sus tenazas descargando las grandes barras, tensando sus brazos brillantes de fría agua y sudor. Todos están deseando que termine el día y poder regresar a sus casas o salir con la familia a disfrutar en la piscina de algún club social. Incluso los más afortunados hablan de su próximo fin de semana en algún lago, disfrutando de la pesca, bañándose y con jugosas barbacoas. Y el que no habla del campo es porque lo hace del mar. Al menos la jornada y el calor son más llevaderos. Yo callo y sonrío, pero creo que con suerte podré tomarme unos días de asueto en con el bueno de Ángel en el valle del Hudson y más adelante con Philip en Vermont. Hay varias granjas y pequeños hoteles a lo largo del valle y por las montañas Catskill donde los hispanos regresan a sus raíces entre amigos y familiares.

            El próximo número sigue en marcha, mientras sigo absorto mirando por la ventana. Un grupo de niños están jugando, alborozados, con un trozo de hielo que se ha caído al suelo. Cómo corren y gritan felices con tan poco. Los veo corriendo calle abajo hacia el Harlem. Qué bellas son sus sonrisas de marfil contrastadas en sus cuerpos de caoba. Son los hijos del hormigón y de la indiferencia, del llanto y el miedo. Qué bellos por fuera y más aun por dentro. El teléfono me devuelve al trabajo, a la monotonía y al ruido cotidiano. Esta tarde me acercaré a Jefferson Park junto al East River en el Harlem español, también conocido como El Barrio. Allí donde te puedes mover desde La Coruña a Barcelona o a Málaga cruzando tres cuadras. Es uno de los barrios de hispanos que se hallan en la isla de Manhattan, de Cuba a Puerto Rico y de allí a España, incluso hasta a Italia, cada vez hay más italianos y menos españoles. Las esperanzas de volver a casa se van difuminando con las noticias de la guerra. Las nuevas generaciones de españoles se sienten americanos y, ciertamente, lo son. La asimilación de otra cultura va haciendo mella entre ellos y muchos de mis compatriotas se mudan a los suburbios de la ciudad.

            El paseo por la ciudad siempre me embriaga entre los aromas de Mornigside Park y Central Park. De este último son tan fuertes y variados que me inundan mucho antes de llegar, incluso me acompañan casi llegando a Jefferson Park. Siempre que llego miro en las mesas del ajedrez por si me encuentro a Fernando de los Ríos, mi querido amigo y embajador de la República. Es quien me trae noticias de mi familia y amigos con más asiduidad. Por desgracia también nos informa de lo que sucede en esta cruenta matanza. Allí está, rodeado de amigos y conocidos en silencio, informando a todos en lo que le es posible. A veces se produce algún debate un tanto subido de tono, incluso se llega a las manos. Hay demasiada tensión y mucha distancia. Yo callo y espero. Fernando me atiende gustosamente al final del día. Yo estoy ansioso por tener noticias de mis padres, hermanos y sobrinos.
            -Discúlpame pero hoy no puedo atenderte -mi rostro mudó su sonrisa-, es que me pillas con el tiempo justo. No te preocupes que te debo una cena en El Chico y una sorpresa de las que hacen historia.
            -Sí, hombre, ya estamos con la intriga y sin noticias de la familia.
            -Calla que las noticias buenas se han de hacer esperar y éstas son dignas para una cena.
            -¿Y la sorpresa? -inquirí.
            -Eso es un regalo, uuunaaa sorpresa -ese alargue de vocales es su manera de provocarme-, así que te aguantas y te esperas. Será dentro de poco, paciencia -y sus palabras siguieron sus pasos y un silbido para llamar a un taxi fue su adiós. 

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