Hola amigos, os presento el primer capítulo de mi segunda novela. Espero que sea de vuestro agrado.
Julia
Entre
todas las personas que se mueven por la gran ciudad ignorando todo lo que les
rodea, con sus pensamientos y quehaceres, dirigiéndose al trabajo en sus
coches, en metro o andando, llevando a sus hijos al colegio, soportando los
grandes atascos que se generan a primera hora de la mañana, o cuando regresan a
sus hogares con la misma rutina, sin pensar, como ganado que vuelve a su redil,
podemos observar a algunos elegidos que saben encontrar la sensibilidad en
cualquier lugar.
Una
niña que observa el vuelo caprichoso de una bolsa en un remolino mientras va sentada
en el asiento trasero de un coche, protegida de todo tras el cristal de su
ventanilla, la mujer que llora sentada en un vagón del metro sobre las páginas
del libro que la atrapa mientras lee, el artista que no necesita más que un
cuaderno y la tinta de un bolígrafo azul para dejar volar su imaginación entre
dibujos y cortos versos transmitiendo esa lágrima que recorre el rostro de la
lectora del vagón, el joven que va con sus auriculares moviéndose al ritmo de
la música que escucha sin importarle nada ni nadie o quien se distrae con la
danza que unas pompas de jabón le dedican a la brisa, las mismas pompas con las
que juegan los niños en el parque tras las que corretean entre risas y grititos
de emoción, incluso aquellos que ven poesía en el vuelo de cientos de
estorninos que, en inexplicable sincronía, se mueven creando figuras en el
firmamento. Personas tocadas con una mirada diferente, personas que saben soñar
despiertos.
Entre
todos ellos hay una mujer que cada tarde se detiene ante el escaparate de una
boutique sin que nadie se fije en ella, sin que nada la distraiga de su visión,
sin que el resto de los transeúntes la puedan mover de allí. Todo su pensamiento
está centrado en unos zapatos. No unos zapatos normales, está claro. Son unos
hermosos zapatos negros de tacón alto, relucientes, de tacón muy alto, de
aguja, de esos que nunca se ha atrevido a ponerse pero que siempre ha deseado
poseer.
No
es que no pueda permitirse comprarlos. No es que no vaya a tener la ocasión de
lucirlos. No es que piense que su físico no es lo suficiente agraciado para
llevarlos. Nada que ver con todo eso.
Ella
es una mujer hermosa, con unas piernas largas, de infarto, con un cuerpo bien
cuidado, de esas mujeres que te atraen con su sola mirada, elegante pero sin
querer llamar la atención, de las que ocultan su belleza tras unas gafas
graduadas y su cabello recogido en un moño propio de secretaria u oficinista.
La
cuestión real es que siente atracción por esos zapatos en particular. Siempre
se para ante ellos cuando regresa de su trabajo y, a veces, antes de empezar su
jornada. Siempre se siente tentada a entrar para comprarlos. Allí los tiene,
ante ella, decorados con un larguísimo collar de perlas entornado sobre uno de
los tacones y acabando en el interior del otro zapato.
Al
verlos siente que los lleva puesto, totalmente desnuda, con ese collar rodeando
su cuello en varias vueltas, sintiendo cómo las perlas ruedan sobre sus pechos
a cada paso, tropezando con sus pezones erectos por las nacaradas caricias. Va
en busca de su amante.
Él
lo espera con dos copas frías llenas de vino blanco frizzante, aromático y
afrutado, contemplando su desnudez, disfrutando con su andar lento y sinuoso,
devorando sus curvas con la mirada, con el pleno conocimiento de que serán sus
labios y su lengua los que disfruten de cada uno de los poros de su piel y que
hará todo lo que esté en sus manos para darle todo el placer que él espera
recibir de ella, incluso más. Ella se va acercando lentamente como si anduviese
sobre una línea, anteponiendo un paso tras otro, mostrando el movimiento de sus
caderas, incitando e invitando a su amante.
Ella
sueña con esos zapatos que no se atreve a comprar, sueña con un hombre que sepa
amarla como ella desea, que sepa darle el calor que intenta mantener bajo su
abrigo en los últimos días de invierno en su fría ciudad.
Ella
es Julia.
Podrían
imaginarla como una mujer de éxito, nada más lejos de la realidad. No es una
abogada de prestigio, una de esas que trabajan en un gran bufete de abogados, uno
de esos que tienen tres o cuatro apellidos impronunciables de ricos abogados
americanos cuyos orígenes provienen de la Europa emigrante y hambrienta de
sueños, o de esos con apellidos y nombres que indican un rancio abolengo de
grandes familias españolas, francesas e inglesas, o de donde aun se creen
herederos de derechos nacidos de un Medievo arcaico por el que aún suspiran,
deseando que se vuelva instaurar el derecho de pernada en sus feudos
burocráticos mientras devoran con los ojos a alguna de sus secretarias
ocultando sus bajos instintos tras una sonrisa maquillada de buenas
intenciones.
Podría
ser tantas cosas y ninguna, simplemente es una mujer con un trabajo normal, de
los que tampoco agradan mucho, donde siempre tienes que aguantar las idioteces
de algún iluminado por la mano de
papá, que para variar no sabe hacer la O con un canuto y que siempre tiene a
alguien a tiro para culparle de sus errores o con quien desahogarse a gritos
porque la noche anterior no consiguió tener la erección deseada para
desahogarse con la prostituta de turno.
Uno
de esos cabrones bien nacidos que gana al menos el triple de sueldo que tú gracias
a tu trabajo, que siempre aprovecha cualquier oportunidad para acercarse a ti
con su sonrisa, para babearte y ver mejor lo que guarda tu escote, con su olor corporal
agrio y repulsivo. Vamos, de los que siempre hacen que te repitas una y otra
vez que algún día dejarás ese trabajo de mierda no sin antes soltarle un buen
par de hostias, de esas que suenan, con la mano abierta y dejándole la cara
marcada por al menos una hora y quemándole en el orgullo aún más. Ese mal
nacido que te saca de tus pensamientos a voces y que provoca que salgas del
trabajo con una sonrisa y un suspiro de alivio por no tenerlo que aguantar el
resto del día y que, a la hora del almuerzo, lo destripas entre risas con tus
inseparables amigas y compañeras del trabajo.
-
Algún día, sí, algún día -se repetía
ante el escaparate deseando esos zapatos.
Tras
contemplarlos durante largo tiempo volvió a diluirse en el enjambre de peatones
para dirigirse en metro al apartamento donde residía a pocas manzanas de allí. Un
pisito con dos habitaciones, cada uno con su propio baño, y un gran salón,
luminoso, con una cristalera que da paso a una buena terraza, y con una cocina
integrada, bien amplia, con suficiente espacio para disfrutar de su afición
culinaria.
Quizás
volvería a pararse ante otra tienda para ver algún vestido, como los que ya
tenía en su armario y solía ponerse para salir de noche con sus hermanas o con
las amigas, ceñido, de los que a ella le gustaría que él se lo quitase bajando
las tirantas para besarle los hombros y el cuello, con esos besos que hacen que se te erice la
piel cuando sientes su lengua en el lóbulo de tu oreja y te excita paseándola
lentamente por sus recovecos mientras te abandonas en sus brazos y buscas con
tus manos su erección bajo los pantalones, acercando tus caderas para sentirla
entre tus muslos y llevando sus manos a tus pechos por no querer que desee
arrancarte el primer orgasmo con sus dedos hurgando sobre tus mojadas braguitas.
Pero,
a su pesar, él no existía, al menos que ella supiese. Algún día se lo
encontrará a la vuelta de una esquina y seguramente pasará desapercibida ante
sus ojos.
Por
ahora lo único que le quedaba era llegar a su vecindario, comprar unas alitas
de pollo para la cena en la carnicería de siempre y pararse unos minutos ante
un pequeño local que hace semisótano en la fachada de su edificio y que está en
alquiler, un pequeño obrador que cerró hará un año cuando el dueño se jubiló;
quedarse imaginando todo lo que sería capaz de hacer allí... las reformas...
dónde pondría unas mesitas -dos o tres a lo sumo-... el lugar donde iría el
horno...
Así
llegó a su piso, imaginando todas esas cosas y muchas más en su cabeza mientras,
ya en la cocina, preparaba sus alitas condimentándolas con curry, pimentón
dulce y una pizca de picante, pimienta blanca, sal, orégano, todo mezclado con
un chorreón de aceite y un poco de vinagre, quizás también le echaría un poco
de vino blanco, del que siempre queda de alguna botella abierta y que usa para
cocinar, dejándolas macerando mientras se da un relajante baño donde al final
sus manos harán el trabajo de su inexistente e imaginario amante, acariciando
sus pezones y separando los labios de su sexo para provocarle tímidos gemidos
seguidos de algún que otro movimiento convulso y dejándola laxa entre nubes de
gel de baño deseando fumarse un cigarrillo, un vicio que se permitía rara vez,
sólo algún día que otro, como algún viernes. Y era viernes, noche de películas,
alitas de pollo, helado, palomitas, con un papel y un lápiz a mano para seguir
dibujando ese sueño. Además ese fin de semana tenía una reunión con su familia
y con algunos amigos, era la perfecta excusa para no salir y, así, rechazar la
invitación de sus amigas para salir a tomar unas copas.
La
mañana del sábado la recibió con el cielo despejado, perfecto para que el calor
del sol les acompañase durante la jornada y pudieran empezar a despedir el
invierno. La casa de su hermana Kass estaba concurrida, su madre, sus otras
tres hermanas, sus cuñados, Adrien, Zack y Markus, más algunos amigos de la
infancia y compañeros de trabajo de Adrien.
Hacía
poco que Kass y Adrien habían vuelto de su luna de miel, no más de dos semanas,
así que aprovecharon el primer día que les fue posible para reunir a todos en
su casa en Cobble Hill, un pequeño apartamento -si así quieren llamarlo- de
tres plantas, uno de esos edificios estrechos y hermosos de ladrillo visto,
conocidos por todos como Brownstone, todo un privilegio donde poder vivir. Su
hermana Kassandra -Kass para la familia-, era una amante de la fotografía. Había
cursado Bellas Artes y trabaja en una galería donde a veces le dejaban exponer
algunos de sus cuadros. Era un poco más alta que Julia, con el mismo color de
ojos y de pelo, aunque ella lo llevaba totalmente alisado, no le gustaba cómo
se le enmarañaban los rizos y menos aún el tiempo que tenía que perder cada
mañana cepillándose el cabello para desenredarlo. Se había casado con Adrien
hacía ya casi un mes.
Su
marido era bombero, con un cuerpazo envidiable y muy apetecible para cualquier
mujer, practicaba varios deportes, escalada libre principalmente, y aún hacía
algún que otro movimiento de Parkour para enseñárselo a los niños, lo
practicaba hacía años, de su época de mensajero en bicicleta, de cuando se
preparaba para entrar en el cuerpo de bomberos.
Todo
transcurría como cualquier otra reunión familiar. Los hombres rodeando la
barbacoa con sus cervezas y sus risas, algunos con sus camisetas del parque de
bomberos, marcando pectorales y bíceps, como si no tuviesen frío, o con una
camiseta del departamento de policía de Nueva York, también invitados por
Adrien y marcando cuerpo.
Las
mujeres estaban repartidas entre el salón y la cocina terminando los
preparativos, con sus chismorreos y sus risas también, disfrutando de una
cerveza o de una copa de vino blanco, fresco y afrutado, o entrando y saliendo
del jardín sin dejar de controlar a los hombres.
Julia
estaba ocupada ante una tabla de cortar combatiendo contra un trozo de queso
con un cuchillo demasiado pequeño para ello. Era el único que había libre y le
fastidiaba tener que trabajar con un cuchillo que no era el indicado para ello.
Por fin alguien le trajo el que ella necesitaba y que se lo habían llevado al
jardín.
Fue
en ese momento, mientras estaba cortando, cuando lo sintió tan cerca de ella
que el calor de su cuerpo llegó a acariciar su espalda. Ese momento, en el que
sus manos casi se rozaron cuando él le quiso dar el otro cuchillo, fue como
sentirse abrazada por el deseo que había reprimido durante tanto tiempo.
Necesitaba
sentir sus labios besándola por el cuello y sus manos por su vientre,
atrayéndola hacia su pecho, sintiéndose mujer, como hacía tanto tiempo que no
lo recordaba. Fueron un par de segundos, lo justo para despertar sus más
secretas fantasías. Lo deseaba, necesitaba saborear su piel, morder sus labios,
rodearlo con sus piernas y sentir su virilidad, atraerlo hacia ella, clavarle
sus uñas y marcarlo como suyo.
Quería
que le diese la vuelta, que la sentase sobre la encimera y la besara
intensamente, sintiendo cómo su lengua inundaba su boca rozando la suya y mordiendo
sus labios. Y entre besos le agarraría del pelo empujando su cabeza hacia sus
pechos, suspirando con cada beso, con cada golpe de su lengua sobre sus
pezones, con cada succión de su boca bien abierta, abarcando casi la totalidad
de cada uno de sus senos alternándolos.
A
la vez que los botones de su blusa iban soltándose, los labios de él irían
descendiendo por su cuerpo y sus manos, acariciando sus piernas, ascenderían
por ellas, arrastrando su falda y dejando descubierto su sexo tras el leve velo
de sus minúsculas braguitas. No necesitaría insistirle para guiar su boca hacia
allí, ni tampoco le haría falta decirle que terminase de desnudarla,
simplemente le pondría sus piernas tras él, sobre su espalda y sin dejar de
despeinarlo, atrapando su rostro entre sus muslos.
Su
respirar quedó cortado al sentir sus labios calientes separando los suyos,
facilitando el acceso de su lengua a cada punto de placer que se despertaba con
cada roce, primero lentamente, con su total amplitud, lamiendo cuan cachorro
ante un cuenco de tibia leche, después rápida, enérgica, provocando una
corriente de placer por su espalda cada vez que rozaba su clítoris. Y si paraba
de lamer era para penetrarla con su lengua tensa y, así, libar de los jugos de
sus entrañas.
Deseaba
regalarle todo su ser rozando el paroxismo del placer, sentía que se vaciaba,
que iba a sufrir un orgasmo como nunca lo había sentido, las piernas le
temblaban, movía sus caderas convulsamente, quería apartarlo sintiendo que ya
llegaba, sentía como si fuese a orinarse al sufrir tanto placer, que su cuerpo
le fallaba. Pero él seguía y seguía, con su lengua y con sus labios, mordiendo
su sexo, jugando con los dedos, lamiendo más allá de su perineo deseando el
néctar de su sexo, dejándole el rostro empapado.
Julia
no quiso esperar más, lo apartó con sus piernas y se lanzó sobre él empujándolo
hasta llevarlo contra la pared. Sólo tuvo tiempo de quitarse la camiseta para
sentir cómo Julia le mordía el pecho y el cuello. Sus manos le estaban
arrancando el cinturón, necesitaba su sabor en los labios, el calor de su sexo
en la boca, notar su dureza en la lengua, arañar su torso sintiendo el roce de
su vello entre los dedos.
Allí
lo tenía, apoyado en la pared y ella en cuclillas, devorando sus testículos y
acariciando toda la longitud de su miembro con una mano mientras ella se
masturbaba con la otra. Julia buscó sus manos, las llevó a su cabeza a la vez
que volvía a penetrar su boca con su virilidad erecta, deseando que la manejase
a su antojo. Ante todo quería sentirse sucia, viciosa, dominante y servil, todo
y sólo placer. Quería llenar su boca con su sabor, hacerlo suyo en su cuerpo y
en su memoria. Lo deseaba todo, quería probarlo todo.
El
deseo y el desenfreno se apoderaron de ambos, no había reglas, nada más que el
respeto de dos amantes salvajes. También él quiso darle más placer, la alzó del
suelo e intercambió la posición. Ahora ella volvería a sentir sus besos, a
herirse con el calor del filo de su lengua mientras bajaba buscando su sexo,
bebió de ella enérgicamente con su boca violenta, arrancándole un orgasmo en
cuestión de escasos minutos y, sin darse cuenta de cómo, la volvió cara a la
pared y empezó a lamerle los muslos acercando su lengua hacia su estrechez
empujando con su rostro para darle más placer.
El
instinto de Julia la obligó a arquear su espalda separando sus muslos, abriendo
con sus manos las nalgas para que consiguiese excitar su anillo prohibido. Un
placer desconocido e intenso la inundó acompañado de las caricias que él le
hacía jugando con sus dedos bajo su
monte de Venus. Ya, cuando se abandonaba a todo placer él se incorporó
deslizando su boca por su columna, jugando con su lengua en zigzag entre las vértebras
hasta llegar a su cuello para morderlo a la vez que tiraba de su cabello hacia
atrás y le presentaba su miembro erecto entre sus piernas.
Julia
quería girarse y besarlo, necesitaba sentirlo dentro y comenzó un movimiento
convulso e irracional para conseguirlo, logrando una mayor excitación en ambos.
Al final decidió buscarle con una mano y situarlo justo entre los labios de su
sexo en el momento que sus caderas empujaron de nuevo consiguiendo sentirlo en
su interior recibiendo su máxima plenitud. Un gemido acompañado por un bufido
fue el recibimiento ante tanto placer aceptando las enérgicas embestidas de su
amante, totalmente poseído por el frenesí que le embriagaba. Él, con sus
fuertes manos agarrando sus caderas no dejaba de buscar la mayor penetración
intentado conseguir darle todo el placer que ella deseaba. Julia, con las manos
y el rostro contra la pared, sudaba y gemía empañando los azulejos aledaños a
su boca.
Deseaba
más, quería ver el rostro del hombre que tanto la colmaba, necesitaba mirarlo a
los ojos, morder su boca, sentir su lengua llenándola en cada beso. En un
momento se giró y, mientras se miraban, lo rodeó con sus piernas buscando una
nueva unión de sus sexos, recibiendo los envites cara a cara, con sus manos
clavadas en la nuca del hombre, devorándolo, balanceando las caderas para
sentir su roce en lo más profundo de su ser. Quería matarlo, succionando toda
la fuerza que él le brindaba con su tensa virilidad dentro de ella.
Sólo
unas palabras logró pronunciar: "Eres
mío, eres mío, sólo mío". Y abrazado a él y besándolo consiguió que la
inundase de placer alcanzando un último orgasmo al sentir su caliente esperma
empujando contra sus paredes, mientras saboreaba el metal de su sangre
mordiéndole el labio durante el frenesí.
Así
quedaron, quietos, abrazados contra la pared, mirándose en silencio, besándose,
sudados, riendo de tanto placer, juntos el uno y el otro, sabiendo que se
pertenecían, con la seguridad de que se volverían a sentir, pronto, muy pronto.
Lo único que le quedaba era el sabor de su sangre en sus labios...
-
¿Ya te has cortado? -le dijo su madre- Mira que te dije que ese cuchillo estaba
muy afilado. Anda, chúpate el dedo mientras te traigo una tirita. A veces
pienso que tienes la cabeza en otro sitio -le reprendió-. Déjame ver, es poco, menos mal. Un día de estos me vas a
matar de un susto, hija mía.
-
Parece que a la reina de los sueños se le ha acabado la cocina por hoy -le
reprochó su hermana Moni-. Anda ven, pon la mano en el fregadero antes de que
tiñas de rojo toda la casa.
-
Sueños, sí, sueños -pensó Julia-. Qué más quisieras tú soñar, seguro que tu
marido no te folla bien desde hace tiempo, mojigata, que eres una mojigata, y
capulla para un buen rato. Menos mal que me puedo desahogar mentalmente en
varios aspectos, si no aquí la liamos. Y suerte tienes que una copa de vino me es
compañía suficiente para contemplar uno de los últimos días de este invierno
tras los cristales.
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