Capítulo
1
Pocos recuerdos arrastro de mi infancia
en tierra natal, Carmona, ya que con tan solo tres años la abandoné para
trasladarme a la capital del antiguo reino de Sevilla. Fue el mismo año en el
que nuestro reino se rompió en provincias, en 1833, cuando el rey Fernando VII
falleció dejándonos a una niña como reina, Isabel II, y a un hermano
tocapelotas lampando por la corona, que si poco tuvimos con los franceses ahora
nos tocarían los alzamientos de los carlitas, aunque de eso poco sufriríamos
por el sur. Fue el mismo año en el que marché de allí de la mano de mi madre,
una joven viuda, para que contrajera matrimonio en segundas nupcias con D. Luis
Contreras i Vergara, un indiano retornado y medio nieto de tierras serranas
allá por Aracena, dueño de amplios viñedos y una bodega entre Jerez de la
Frontera y Sanlúcar de Barrameda, herencia de su difunta madre. Un hombre un
tanto estúpido y con muchos aires de grandeza, tantos que escribía sus
apellidos unidos por una i latina en vez de usar la y griega, tonterías suyas
de rancio abolengo, como él mismo contaba. D. Luis era también viudo, poco
mayor que mi madre, ni diez años de edad los separaban, estirado, con más aires
de los que realmente tenía, otro venido a más de la mano de la fortuna y del
bien saber a quién arrimarse. Con el paso de los años también descubriría que
era un mujeriego, manirroto, algo bebedor y jugador, y mal marido para con mi
madre. Y que no se me olvide, carlista de boca chica y un cobarde. Su difunta
esposa, que el Señor la tenga en su gloria, falleció tras unas fiebres, de esas
que las llamaban tropicales, allá en la isla de Cuba, donde se establecieron y
levantaron un próspero negocio con la caña de azúcar y con ese néctar que
criaba en viejas barricas jerezanas, el ron. D. Luis dio el braguetazo
casándose con su difunta, cuya familia comerciaba con vinos generosos desde las
islas portuguesas de Madeira y, tras expulsar a los franceses de la península,
también desde Jerez de la Frontera.
De allí, de Cuba, retornó con una
considerable fortuna para hacerse cargo de esos bienes recientemente heredados,
no sé si lo hizo por ese dicho de ver las barbas de tu vecino remojar, pero
viendo que ya quedaban pocas colonias del imperio en ultramar prefirió dejar
sus negocios en manos de algún criollo con buena posición y capital, quedándose
una participación suficiente de los mismos y una gran suma de dinero. Además de
las tierras y la bodega, D. Luis también heredó otras propiedades, una casa en
Sanlúcar de Barrameda, donde nos trasladamos tras los desposorios y la boda,
que era su lugar de recreo en la época estival, a caballo con la hacienda y
bodega, y su residencia oficial en la capital del antiguo reino de Sevilla,
sita en la calle Dos de mayo esquina con la calle de Velarde, que según él
relataba no podría estar mejor ubicada para sus gustos y necesidades, próxima a
la plaza de toros, el hospital de la Caridad y la catedral hispalense, y que lo
justificaba diciendo que todo sevillano que se dé a valer tendría que respetar
las tradiciones de la ciudad y ayudar al necesitado como el venerable Don
Miguel Mañara Vicetelo de Leca, cuyo nombre refería engolando la voz ansiando
esos aires de santidad que mi padrastro jamás tendría.
Realmente no recuerdo mucho a D.
Luis de la primera vez que lo vi. Yo andaba escondido tras las faldas de mi
señora madre y mirando tímidamente hacia ese desconocido, más exactamente a su
derecha, donde se hallaba una niña de ojos claros y largos tirabuzones dorados,
era Isabella, su hija, único fruto de su anterior matrimonio, el mayor tesoro
que él tenía y, a claras luces, una futura inversión en sus negocios. En Isabella se veía perfectamente su
ascendencia inglesa por parte de su difunta madre, cosa que descubrí en años
posteriores.
Discúlpenme sus señorías si aún no
he mencionado a mi difunto señor padre, ya que de él no tengo ni recuerdos y ni
conciencia, nada más de él llevo su nombre y su apellido, Andrés de Mendoza, y
Aguilar por mi querida madre. De él nada más podría relatarles las pocas cosas
que me fueron contadas por mi familia, tanto sus hermanos y mi dadora de vida.
Me contaban que era muy alto y muy fuerte, seguramente serían más los ojos con
los que lo veían mis tías y mi madre, que era serio y muy trabajador, como
decía mi tío Emilio, gallardo, apuesto, valiente y un gran cazador, digno hijo
de mi abuelo. Gran cazador hasta el día que, yendo de montería, su caballo se asustó
derribándolo contra unas piedras, sufriendo tal caída que le provocó varias
fracturas en su cuerpo, la peor la de una costilla que le perforó un pulmón y
de la que no sobrevivió tras sufrir fiebres, éstas no tropicales, y una
dificultad respiratoria que se lo llevó junto nuestro Señor la mañana del día
de san Juan. Por aquel entonces yo llevaba no más de cuatro meses en este
mundo. De él poco más supe, solamente que me quería muchísimo, según las
féminas de mi familia, y que me esperaría una pequeña herencia con mi mayoría
de edad, lo suficiente para vivir sin apuros. Lo de tener una herencia se lo
debo a mi tío, que, por ser también mi padrino, insistió en velar por mí y mis
necesidades. Además argumentó que las propiedades de la familia no se iban a
dividir en ese momento, que eran el patrimonio de mi abuelo y así debían de
quedarse por muchos años. Y gracias a la insistencia de mi tío también pude conservar
y heredar una casa y su huerto aledaño en la aldea de Linares de la Sierra,
propiedad de mi madre, que si hubiera sido por D. Luis todo se habría vendido
apropiándose de los reales de la venta para su beneficio propio.
Y perdónenme igualmente sus señorías
si les hablo de mi vida de esta guisa, sintiendo cómo la sangre caliente de
este mal nacido al que mi cuchillo lo lleva a pasar a mejor vida va cayendo en
mis manos mientras recojo la cantidad necesaria de la misma para otras cosas.
Sí, acabo de asesinar impunemente a un hideputa de tantos que viven en esta
ciudad, y sí, le voy a robar todos sus dineros y demás bienes para simular que
ha sido un robo con un triste final. Y así será porque de tanto hablarles se me
ha hecho tarde para poder mover el cuerpo y dejarlo flotando en las aguas del
río Guadalquivir o en el arroyo del Tagarete, según me pille mejor. Pero este
hideputa, como se decía antiguamente y disculpen que use esta palabra con asiduidad y que me reitere con dicho epíteto, se
va a desangrar como las muchachas que le gusta desflorar y darles, de camino,
una buena paliza. Por mí le habría cortado los cojones de raíz y se los dejaba
metido en la boca, o asomándolos por el tajo que le he regalado en el cuello,
nunca mejor dicho lo de tener los huevos por corbata.
Bueno, ya está, el cuchillo bien
limpio y el señor ahí tirado en una
esquina de la calle Moratín como cualquier borracho que duerme en cualquier
sitio entre los brazos de Baco y Morfeo de regreso de sus andanzas por el
barrio de Triana.
— ¡Hala! —le dije dándole un par de
palmadas en el rostro— Ya no vas a desflorar más margaritas, ni romper más
culitos inocentes entre el servicio propio de tu casa y en las cenas a las que
acudías en casa ajena buscando una tierna perita a quien sodomizar, que así no
las preñabas cabroncete. ¡Qué pena no haberte abierto en canal desde las tripas
hasta la garganta!
Seguramente se estarán preguntando
cómo puedo dirigirme a ustedes con total tranquilidad durante la faena que
acabo realizar, pero si hubiese podido le habría hecho un trabajo digno de un
matarife o de una clase de anatomía, bien diseccionado y listo para el estudio.
No sería el primero que llevo a los bajos de mi casa y lo encadeno al muro para
mi disfrute y solaz. Pero eso se lo tengo reservado a los que se ceban vilmente
de esas mujeres a las que llaman del mal vivir. No es que yo sea un asesino al
uso o un vil delincuente, pero permítanme que a lo largo de mi historia les
vaya explicando todo este devenir que sucede en mi vida.
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